jueves, 29 de marzo de 2012

Billy Peña


 

Un par de semanas atrás, mientras revisaba la página web de Diario Tiempo de Honduras, me encontré con la noticia de que el columnista Billy Peña había muerto.
Fui un ferviente lector de las columnas de Billy desde que tenía algunos quince años, gracias a la devoción de mi padre de comprar el periódico los siete días de la semana.
Siempre esperaba las columnas de Billy y aunque nunca lo conocí puedo afirmar que lo conocí de toda la vida.
Vivir en un país como Honduras, de la forma en que vivió Billy es toda una quijotada y él lo supo hacer de la mejor manera.
La noticia de su muerte me trajo tantos recuerdos y con dichos recuerdos varios sentimientos arribaron.
Recuerdo como si fuera ayer, llegando del colegio, después de caminar algunos tres kilómetros debajo de un ardiente sol, hambriento y con la cabeza caliente gracias al astro luminoso que resguardaba mí decrepito andar.
Por lo general llegaba a casa a la una y media, eso era cuando no me iba a otro rumbo con mis amigos. En fin, siempre que llegaba a casa encontraba a mi padre haciendo su habitual siesta en su hamaca, en un pequeño corredor en la entrada principal de la casa, a salvo del sol y refrescado por una serena brisa.
Siempre encontraba el periódico al lado de mi padre y en un rincón de la hamaca, con la página de un crucigrama a medio terminar y a un lado la columna de Billy.
Entraba en casa y mi madre calentaba el almuerzo, mientras eso pasaba, hablábamos en la cocina sobre cualquier cosa mientras leía la columna de Billy.
Debo admitirlo y muchas veces no escuchaba a mi madre y otras veces me las arreglaba para leer a Billy y seguir el hilo de la conversación con mi madre.
Luego ambos pasábamos a la mesa y muchas veces y entre tantos temas, siempre estaba Billy presente.
Sus columnas traían a mi madre los recuerdos de su niñez, cuando vivió en los campos bananeros de la costa norte de Honduras y a mí, a pesar de que estaba en esa edad donde los limbos mentales son una constante, me gustaba tanto, porque Billy escribía con un encanto primitivo y sobre todo con clase, cuidando delicadamente las palabras y velando por la ecuanimidad de sus escritos.
Siempre fue respetuoso con las ideas de los demás y en sus columnas la educación y los buenos modales siempre fueron sus denominadores comunes, sin dejar por fuera una pizca de ironía y otro tanto de sarcasmo.
Pero, cuando se tiene quince años no se piensa en estructuras gramaticales ni en estilos novelísticos,  aunque afortunadamente yo lo pude apreciar, pero, siendo sincero lo que mas me gustó de Billy fue la sinceridad y la pasión con la que siempre escribió.
La columna que me ató a Billy fue una columna donde expresaba su debilidad ante la depresión y en la cual relataba el sufrimiento que la misma le causaba.
Me identifiqué tanto con él, porque justificando el hecho de ser un adolescente, la depresión para mi fue mas que una rabieta de quince años, la depresión fue un mar de dudas acerca de quien era y de aceptar el hecho de que era distinto a los demás.
También me encerré y me exilié del mundo, de mis amigos y me desnudé por completo delante de mis miedos, completamente resignado a ser violado por los mismos.
En aquel momento de mi vida, fue decisivo encontrarme con aquella columna, donde Billy expresaba públicamente su sufrimiento de depresión y para aquel adolescente que fui lleno de complejos, fue fundamental leer aquella columna y entender que no estaba solo en el mundo.
Terminando de comer mi padre despertaba de su siesta y siempre reclamaba el periódico que yo tomaba sin su permiso para terminar el crucigrama.
Cuantas memorias me trae escribir este apunte, la vieja casa, la hamaca de mi padre, el fogón en la cocina, las montañas y el cielo azul.
Los años fueron pasando y salí de la vieja casa y me fui a recorrer mundo, otras depresiones vinieron, amores, desamores y también nuevas soledades.
Billy siempre estuvo ahí, conmigo al igual que los libros y los intentos fallidos de poesía barata, que servían para darme ánimo y para inyectarme una dosis de coraje.
Pero, lo que terminó de sellar nuestra amistad fue la columna “no me enseñaste” dedicada a su madre.
Billy, al igual que yo tuvo una enorme devoción por su madre, la cual fue su cómplice, su amiga, quizás su único gran amor y la responsable de que se convirtiese en un humanista.
Cuando leí esa columna estaba otra vez sumido en una lucha sin fin contra la depresión y el miedo, y aquella columna me alivió, me cayó como un bálsamo y me hizo reencontrarme con esa figura que ha sido decisiva en mi vida y que ha creído en mi desde siempre, mi madre.
Luego salí de Honduras y gracias a la maravilla del Internet seguí a Billy, hasta el momento en que leí la noticia de su fallecimiento.
Como me hubiese gustado haber podido compartir más de un café con él y simplemente hablar y hablar.
Se fue otra de esas personas que harán mucha falta, se suma a la lista de esos seres con los que siempre quise compartir y desafortunadamente nunca se dio la circunstancia ni el lugar.
Me hará mucha falta leer las columnas de Billy, pero, sobre todas las cosas me hará falta el humanista, un ser humano con un noble corazón, el intelectual, dueño de una pluma perfumada, limpia y que siempre tuvo como estandarte la diosa razón y el sentido común.
Aunque algunos lo quisieron destruir, difamar y acusarlo de tantas cosas, tal y como pasa en Honduras, cuando alguien es diferente, cuando alguien se conduce por la línea de la honorabilidad y las buenas costumbres. Siempre salió bien librado de los ataques, tomándolos de donde venían, de papanatas que solamente se dedican a denigrar y a atacar.
Hasta pronto Billy, voy extrañar leer tus líneas en la pantalla de mi computadora, con una tasa de café al lado y el pecho hinchado por las hermosas palabras que desde siempre te pertenecieron.

Toronto 29 de Marzo del 2012

jueves, 15 de marzo de 2012

Pequeño Cuento de Invierno

Al fin pudo escapar de su oficina. Pasaban de las ocho de la noche y no era posible que siguiera encerrada en el diminuto cubículo que le había sido asignado tres años atrás; cuando había llegado a la revista con la cabeza llena de ideas frescas y la convicción a flor de piel de ser una gran escritora.
Salió del edificio de ladrillo y fue recibida por menos quince grados centígrados y el rocío de una liviana nevada que empezaba a surcar los vientos de Toronto. Las calles estaban desiertas y por las alcantarillas salia un denso vapor.

Cruzó Kensington Market y no quedaba rastro alguno de lo que aquel lugar era en el verano; un paraíso terrenal, engalanado por los colores de la multiculturalidad y con los óleos de la diversidad. 
En las tardes de verano, la música sonaba en cada esquina, los olores a comida de todos los confines del mundo se dejaban sentir, invitando al paladar a soñar. Por las calles solamente circulaban bicicletas y parecía no existir la presión por llegar a cualquier lugar.
A parte, los patios de los bares, eran bibliotecas urbanas, donde no quedaba más remedio que leer un buen libro acompañado de una refrescante cerveza.

Estar en aquel sitio, era como estar en otro planeta; donde no existe un solo idioma, sino, que mil y donde no hay características propias, donde todo es posible y donde cada quien vive a su manera.
Pero, todo diferenciaba dramáticamente en el invierno, las aceras están cubiertas de nieve, los cafés no laten de tal manera que los sentidos puedan percibir las verdaderas sustancias. En definitiva, es otro mundo, un mundo que inclusive llega a dar miedo, por ser tan sombrío y tan corto.

Alguno que otro café estaba todavía abierto, quiso detenerse para tomar algo caliente y leer su libro de turno; una crónica de un aventurero que había llegado a la India, escapando de ciertas vicisitudes y de un pasado en Australia. Pero, prefirió seguir caminando, quería llegar a casa lo más pronto posible.

Casi se encontraba en College Street cuando el street car pasó, dejando sobre los rieles por los cuales se deslizaba una leve sensación de calor.
"Mierda". Exclamó, mientras cruzaba la calle, aprovechando que la luz del semáforo había cambiado. 
Sabia muy bien que el próximo street car, tardaría en llegar y no le hacía mucha gracias esperar, no con los menos quince grados centígrados que se convertían en menos veintitrés cuando soplaba el viento.

College street era una completa desolación. Tenía que serlo, era un Lunes de febrero y ya daban más de la nueve de la noche y si a eso se le suma la baja temperatura...
Por suerte no vivía tan lejos, quizás tendría que caminar algunos veinte minutos y así lo hizo.
Apenas hubo empezado a caminar y vio pasar como una ráfaga de metal el street car, sonando su campana para romper la monotonía que reinaba en aquella noche de invierno.
Era mejor reír a llorar, de todos modos no estaba tan lejos de casa y el abrigo de lana, así como el gorro, la bufanda, los guantes, el suéter que estaba debajo del abrigo, las medias y las botas, ayudaban para reducir el impacto del frío.

Se quitó el guante de la mano derecha para tener más libertad y una mejor movilidad, metió su mano en su bolso y encontró su Ipod. Tenía que hacer de su andar algo ameno y que mejor que algo de música para hacerse acompañar. Sin muchos análisis de por medio, lo primero que llegó a sus oídos fue la voz de Beth Gibbon y las armonías eclécticas de Portishead " nada mejor que Portishead para caminar en este frío de mierda". Pensó, justo cuando al fin se dignaba en sonreír.
Volvió a colocar el guante en su mano desnuda antes de que las vertebras se empezarán a congelar y siguió andando.

Llegó a casa y la recibió una absoluta oscuridad. Se quitó toda la indumentaria que llevaba encima para protegerse del frío, encendió las luces y aumentó la temperatura de la calefacción. 
Buscó en el frigorífico las sobras de una lasaña con champiñones y espinacas que había cocinado el fin de semana y la recalentó en el microondas,  mientras esperaba que la comida se calentará se sirvió una copa de vino tinto.
Se fue a la sala, con la comida ya caliente y la copa de vino, con la esperanza de encontrar algo en la tele, aunque en el fondo sabía que era misión imposible.
Repasó los ciento y pico de canales y nada, no encontró absolutamente nada. Apagó el aparato y todo fue silencio.

Fue mejor disfrutar de una segunda copa de vino, sentada en la mesita enfrente de la ventana. La nieve caía deliberadamente sobre Toronto, cubriendo todo de blanco y haciendo de la ciudad una foto irreal.
Quiso leer, pero no valía la pena perder aquel espectáculo,  se quedaría al pie de la ventana, viendo la nieve caer, alejada al pensamiento que la mañana siguiente tendría que ir a la revista, al pequeño cubículo, no sin antes haber pasado por el café italiano que tanto le gustaba por su espresso y esperar a que el street car pasara. Luego, seria esa lucha constante por encontrar el articulo perfecto, que pasará la maldita prueba de la edición...