Un par de semanas atrás, mientras revisaba la página web de Diario Tiempo de Honduras, me encontré
con la noticia de que el columnista Billy Peña había muerto.
Fui un ferviente lector de las columnas de Billy
desde que tenía algunos quince años, gracias a la devoción de mi padre de
comprar el periódico los siete días de la semana.
Siempre esperaba las columnas de Billy y aunque nunca
lo conocí puedo afirmar que lo conocí de toda la vida.
Vivir en un país como Honduras, de la forma en que vivió
Billy es toda una quijotada y él lo supo hacer de la mejor manera.
La noticia de su muerte me trajo tantos recuerdos y
con dichos recuerdos varios sentimientos arribaron.
Recuerdo como si fuera ayer, llegando del colegio, después
de caminar algunos tres kilómetros debajo de un ardiente sol, hambriento y con
la cabeza caliente gracias al astro luminoso que resguardaba mí decrepito andar.
Por lo general llegaba a casa a la una y media, eso
era cuando no me iba a otro rumbo con mis amigos. En fin, siempre que llegaba a
casa encontraba a mi padre haciendo su habitual siesta en su hamaca, en un pequeño
corredor en la entrada principal de la casa, a salvo del sol y refrescado por
una serena brisa.
Siempre encontraba el periódico al lado de mi padre y
en un rincón de la hamaca, con la página de un crucigrama a medio terminar y a
un lado la columna de Billy.
Entraba en casa y mi madre calentaba el almuerzo,
mientras eso pasaba, hablábamos en la cocina sobre cualquier cosa mientras leía
la columna de Billy.
Debo admitirlo y muchas veces no escuchaba a mi madre
y otras veces me las arreglaba para leer a Billy y seguir el hilo de la conversación
con mi madre.
Luego ambos pasábamos a la mesa y muchas veces y
entre tantos temas, siempre estaba Billy presente.
Sus columnas traían a mi madre los recuerdos de su niñez,
cuando vivió en los campos bananeros de la costa norte de Honduras y a mí, a
pesar de que estaba en esa edad donde los limbos mentales son una constante, me
gustaba tanto, porque Billy escribía con un encanto primitivo y sobre todo con
clase, cuidando delicadamente las palabras y velando por la ecuanimidad de sus
escritos.
Siempre fue respetuoso con las ideas de los demás y
en sus columnas la educación y los buenos modales siempre fueron sus
denominadores comunes, sin dejar por fuera una pizca de ironía y otro tanto de
sarcasmo.
Pero, cuando se tiene quince años no se piensa en
estructuras gramaticales ni en estilos novelísticos, aunque afortunadamente yo lo pude apreciar,
pero, siendo sincero lo que mas me gustó de Billy fue la sinceridad y la pasión
con la que siempre escribió.
La columna que me ató a Billy fue una columna donde
expresaba su debilidad ante la depresión y en la cual relataba el sufrimiento
que la misma le causaba.
Me identifiqué tanto con él, porque justificando el
hecho de ser un adolescente, la depresión para mi fue mas que una rabieta de
quince años, la depresión fue un mar de dudas acerca de quien era y de aceptar
el hecho de que era distinto a los demás.
También me encerré y me exilié del mundo, de mis
amigos y me desnudé por completo delante de mis miedos, completamente resignado
a ser violado por los mismos.
En aquel momento de mi vida, fue decisivo encontrarme
con aquella columna, donde Billy expresaba públicamente su sufrimiento de depresión
y para aquel adolescente que fui lleno de complejos, fue fundamental leer
aquella columna y entender que no estaba solo en el mundo.
Terminando de comer mi padre despertaba de su siesta
y siempre reclamaba el periódico que yo tomaba sin su permiso para terminar el
crucigrama.
Cuantas memorias me trae escribir este apunte, la
vieja casa, la hamaca de mi padre, el fogón en la cocina, las montañas y el
cielo azul.
Los años fueron pasando y salí de la vieja casa y me
fui a recorrer mundo, otras depresiones vinieron, amores, desamores y también
nuevas soledades.
Billy siempre estuvo ahí, conmigo al igual que los
libros y los intentos fallidos de poesía barata, que servían para darme ánimo y
para inyectarme una dosis de coraje.
Pero, lo que terminó de sellar nuestra amistad fue la
columna “no me enseñaste” dedicada a su madre.
Billy, al igual que yo tuvo una enorme devoción por
su madre, la cual fue su cómplice, su amiga, quizás su único gran amor y la
responsable de que se convirtiese en un humanista.
Cuando leí esa columna estaba otra vez sumido en una
lucha sin fin contra la depresión y el miedo, y aquella columna me alivió, me
cayó como un bálsamo y me hizo reencontrarme con esa figura que ha sido decisiva
en mi vida y que ha creído en mi desde siempre, mi madre.
Luego salí de Honduras y gracias a la maravilla del Internet
seguí a Billy, hasta el momento en que leí la noticia de su fallecimiento.
Como me hubiese gustado haber podido compartir más de
un café con él y simplemente hablar y hablar.
Se fue otra de esas personas que harán mucha falta,
se suma a la lista de esos seres con los que siempre quise compartir y
desafortunadamente nunca se dio la circunstancia ni el lugar.
Me hará mucha falta leer las columnas de Billy, pero,
sobre todas las cosas me hará falta el humanista, un ser humano con un noble corazón,
el intelectual, dueño de una pluma perfumada, limpia y que siempre tuvo como
estandarte la diosa razón y el sentido común.
Aunque algunos lo quisieron destruir, difamar y
acusarlo de tantas cosas, tal y como pasa en Honduras, cuando alguien es
diferente, cuando alguien se conduce por la línea de la honorabilidad y las
buenas costumbres. Siempre salió bien librado de los ataques, tomándolos de
donde venían, de papanatas que solamente se dedican a denigrar y a atacar.
Hasta pronto Billy, voy extrañar leer tus líneas en
la pantalla de mi computadora, con una tasa de café al lado y el pecho hinchado
por las hermosas palabras que desde siempre te pertenecieron.
Toronto 29 de Marzo del 2012