lunes, 8 de abril de 2013

Haciendo Las Paces (Siguatepeque)


Si no estamos en paz con nosotros mismos, no podemos guiar a otros en la búsqueda de la paz”.
Confucio.

 
“Se llega a una edad en la vida que uno se va dando cuenta de muchas cosas, las heridas se van cerrando y es esencial hacer las paces con nuestros pasados, antes de que sea demasiado tarde y nos vallamos de este mundo arrastrando muchas cosas en la espalda.
He escuchado a muchas personas decir que no se arrepienten de nada de lo que han hecho, no sé si lo dicen tratando de sonar un tanto autoritarios. Yo si me arrepiento de un par de cosas estúpidas que he hecho en la vida (aunque no voy a mencionar ninguna para no remover las cenizas) y también me arrepiento de muchas cosas que he dejado de hacer.

Lo que he conseguido con el paso de los años es llegar a un acuerdo con todos estos preceptos y aceptar las cosas tal y como han sido; cosa que no ha sido fácil, tampoco puedo asegurar que he logrado hacer las paces al cien por cien, pero sigo en ello y el balance está siendo más positivo que negativo.
Hoy quiero hacer las paces de una vez por todas con esa ciudad enclaustrada en el centro de Honduras, justamente en la línea donde se junta el norte con el sur y el este con el oeste y la cual maldije en más de una ocasión.

 Llegué a vivir a Siguatepeque cuando recién había cumplido los trece años y acababa de terminar la escuela primaria en Tegucigalpa. Siguatepeque había sido para mí una ciudad de paso (al igual que a los miles de viajantes que cruzan diariamente el país) al encontrarse entre Tegucigalpa y San Pedro Sula, las dos ciudades más grandes de Honduras y pensaba que no había nada saliendo de la carretera panamericana, y nunca imaginé que terminaría viviendo en dicha ciudad.

Había estado una vez en la ciudad, cuando tenía creo que ocho o nueve años en la graduación de mi hermana Elda en la Escuela de Ciencias Forestales, que también se ubica sobre la carretera, así que nunca había pisado el centro.
Siempre cuando viajaba a la costa norte del país con mi madre, era inevitable el no pasar por Siguatepeque y el bus paraba para llenar el tanque de gasolina, para que los viajantes comieran, estiraran las piernas o usaran el baño.

Recuerdo muy bien las verdes montañas, el clima fresco, la neblina de la mañana, los vendedores ambulantes vendiendo rosquillas, tostacas, alcitrones y mangos verdes.
El bus siempre paraba por treinta minutos y luego el viaje seguía hasta llegar a San Pedro Sula, donde luego tomábamos otro bus para llegar a Río Abajo, la pequeña aldea donde vivía mi abuela a escasos kilómetros del puerto de Tela.
Pasé un centenar de veces por Siguatepeque y nunca entré en la ciudad, hasta que mi madre me comunicó que no seguiríamos viviendo en Tegucigalpa y que nos mudábamos para la localidad que se levantaba en una meseta a mil ciento cuarenta metros sobre el nivel del mar, rodeada de montañas que en aquellos entonces no estaban tan deforestadas, tal y como están en la actualidad.

La noticia me cayó como una bomba. Acababa de terminar la escuela y con mis compañeros estábamos hablando sobre que colegio estaríamos asistiendo. Cuando mi madre vino con la noticia de que acababa de comprar una casa en aquella ciudad ubicada a dos horas de Tegucigalpa, también me dijo que ya tenía un colegio para mí y que en un par de meses estaríamos trasladándonos por completo a Siguatepeque, que por 1993 tendría algunos cuarenta mil habitantes como máximo.
Llegué a Siguatepeque con la rebeldía a flor de piel, había empezado mi adolescencia a muy temprana edad y de remate me arrancaban de las entrañas de Tegucigalpa (esa ciudad que me había adoptado cuando llegué de Tela) y me estaban llevando lejos de mi hermana mayor que había sido más que una madre para mí.
Caminar por las calles de Tegucigalpa era fascinante siendo todavía un niño, nunca tomaba el bus de la escuela y me iba a jugar al parque La Leona o al Picacho, jugaba fútbol en un campito de tierra en la colonia Venezuela y regresaba a la casa de la colonia Tiloarque con las rodillas y los codos ensangrentados o me escapaba en mi patineta al barrio La Granja, donde vivía la chica que me quitaba el sueño.

 A los once años había sido sorprendido fumando en los baños de la Escuela Modelo y a esa misma edad me había enamorado locamente de una niña que estaba en un grado mayor. En fin, a pesar de mi corta edad llevaba una vida bien movida en Tegucigalpa y mi madre empezó a temer que si me quedaba más tiempo en la capital correría el peligro de perder a su hijo menor.
Terminé llegando a Siguatepeque a mediados de enero de 1993 y semanas después estaba en mi primer día de clases en el Liceo Católico, sentado en una aula junto a cuarenta y pico alumnos que en su mayoría ya se conocían entre sí, por haber estado en la misma escuela.

Me sentí tan intimidado cuando dije mi nombre y de donde venía, la voz que empezaba a experimentar un cambio temblaba, en aquel instante creí haber descendido a las profundidades del infierno de Dante.
Odiaba el colegio, odiaba la ciudad e incluso llegué a odiar a mi madre por haberme llevado a aquel “infierno”.
La ciudad era tan pequeña, todas las personas se conocían y los chismes volaban a velocidades siniestras. Se conocía la vida de todos y por la noche la ciudad era tan oscura. Eran pocas las calles pavimentadas; en la temporada de lluvia las mismas eran pantanos y en el verano se comía polvo, sumado a esto en la casa se vivía una fuerte crisis económica. La vida cómoda en Tegucigalpa era cosa del pasado y vagar por las calles de la ciudad una utopía. En aquel instante no supe apreciar los malabares que hacia mi madre para llevar la economía del hogar y para que no faltara el pan de cada día en la mesa.

Mi realidad era otra, se llamaba Siguatepeque y me costaría mucho tiempo aceptar que otro ciclo de vida había empezado.
Cada vez que podía me escapaba a Tegucigalpa. Lastimosamente la conexión con los amigos de la escuela se fue perdiendo hasta que la distancia se encargó de matar el contacto.
Los meses pasaron y la ilusión de regresar a vivir a Tegucigalpa se cristalizó cinco años después, cuando terminé el colegio y era tiempo de ingresar a la universidad.
Entonces me fui de Siguatepeque jubiloso, jurando no regresar. Por fin estaba dejando aquel lugar adonde había sido llevado sin ser consultado.

 Fueron siete largos años en Tegucigalpa, donde conocí otro mundo y me enfrenté a varias facetas de mi vida, después de casi naufragar por completo, no tuve más remedio que dejar la ciudad capital y regresar a Siguatepeque, a la casa de la adolescencia; a la misma habitación con la ventana tan pequeñita, a la misma cama en la cual había muerto y resucitado en más de una ocasión y en general a recorrer aquellas calles (algunas ya habían sido pavimentadas, otras seguían igual o quizás peor que antes) que me limitaban tanto y que cortaban mis sueños de aventura.

Ya lo he dicho en otros apuntes y lo vuelvo afirmar: los regresos son más duros que las partidas y me tocó regresar al seno de la familia, con el corazón roto, la esperanza abandonada en algún sitio y los sueños aplastados por la realidad que estaba viviendo.
Pase de la vida bohemia de Tegucigalpa a la casi inexistente vida urbana de la ciudad que había crecido mucho, en comparación a cuando yo había llegado, las personas ya no se conocían tanto y las caras ya no me resultaban tan familiares. Tampoco no se podía andar tan tranquilo como antes, cuando el crimen era solamente cosa de las “ciudades grandes”.

Por suerte en mi regreso encontré a los pocos amigos de siempre, esos que me ayudaron a salir adelante y al fin  terminé encontrando a Shoshannah, que también y al igual que yo había llegado a la ciudad de los pinares por esos misteriosos azares del destino y sin quererlo.
Casi seis años han pasado desde que volví a salir de la casa en donde viví mi pubertad y después de haber andado por varios sitios, y quizás gracias a ese sentimiento llamado melancolía o quizás nostalgia, me he visto en la necesidad de escribir esta columna para continuar mi proceso de hacer las paces.

 Desde el momento en que fui llevado a vivir a Siguatepeque en contra de mi voluntad, nació en mí un sentimiento de indiferencia ante esa ciudad y hasta hace poco tiempo, empecé a ver que no todo fue tan malo como lo había pensado.
Si no hubiese vivido en Siguatepeque quizás nunca habría aprendido a andar en bicicleta, nunca hubiera sentido ese picor en las piernas y en los brazos después de haber jugado futbol en un campo engramado, nunca hubiera tenido esa experiencia primera de  acampar al pie de una montaña acompañado del silencio de la noche y la brisa fresca del amanecer.

A lo mejor nunca hubiese sabido a que sabe el ron barato al calor de una fogata, nunca habría conocido los amigos que todavía conservo y que significan mucho en mi vida, y que están ahí cuando la situación lo amerita.
Nunca habrían nacido esas primeras líneas repletas de odio y de frustración que escribí siendo un adolescente, nunca hubiera pasado leyendo tres horas en la banca de un parque pasando del mundo que tenía enfrente de mí, sin importar que el firmamento se quebrara en mil pedazos, solamente importaba la historia que estaba leyendo y nada más.

 Nunca habría aprendido a amar a mi madre y a no juzgar a mi padre, no hubiera compartido todo lo que he vivido con mis tres sobrinas y nunca me hubiera quedado durmiendo en el corredor de la casa en el viejo sillón abrazado con aquel perro que un día desapareció de casa, después de haber regresado de una noche de parranda y no haber podido abrir la puerta.
No habría visto el milagro de las orquídeas y los cactus que mi hermana todavía cuida con toda su ternura, nunca hubiera conocido el verdadero amor y lógicamente nunca hubiera escrito este apunte.
Se siente tan bien poner punto final a esto que estoy escribiendo, se siente tan bien ir cerrando las páginas del pasado y poder apreciar que no todo ha sido tan malo como se cree que fue.

 
Toronto, 7 de abril, 2013