“Si no
estamos en paz con nosotros mismos, no podemos guiar a otros en la búsqueda de
la paz”.
Confucio.He escuchado a muchas personas decir que no se arrepienten de nada de lo que han hecho, no sé si lo dicen tratando de sonar un tanto autoritarios. Yo si me arrepiento de un par de cosas estúpidas que he hecho en la vida (aunque no voy a mencionar ninguna para no remover las cenizas) y también me arrepiento de muchas cosas que he dejado de hacer.
Lo que he
conseguido con el paso de los años es llegar a un acuerdo con todos estos
preceptos y aceptar las cosas tal y como han sido; cosa que no ha sido fácil,
tampoco puedo asegurar que he logrado hacer las paces al cien por cien, pero
sigo en ello y el balance está siendo más positivo que negativo.
Hoy
quiero hacer las paces de una vez por todas con esa ciudad enclaustrada en el
centro de Honduras, justamente en la línea donde se junta el norte con el sur y
el este con el oeste y la cual maldije en más de una ocasión.
Había
estado una vez en la ciudad, cuando tenía creo que ocho o nueve años en la
graduación de mi hermana Elda en la Escuela de Ciencias Forestales, que también
se ubica sobre la carretera, así que nunca había pisado el centro.
Siempre
cuando viajaba a la costa norte del país con mi madre, era inevitable el no
pasar por Siguatepeque y el bus paraba para llenar el tanque de gasolina, para
que los viajantes comieran, estiraran las piernas o usaran el baño.
Recuerdo
muy bien las verdes montañas, el clima fresco, la neblina de la mañana, los
vendedores ambulantes vendiendo rosquillas, tostacas, alcitrones y mangos
verdes.
El bus siempre paraba por treinta minutos y
luego el viaje seguía hasta llegar a San Pedro Sula, donde luego tomábamos otro
bus para llegar a Río Abajo, la pequeña aldea donde vivía mi abuela a escasos
kilómetros del puerto de Tela. Pasé un centenar de veces por Siguatepeque y nunca entré en la ciudad, hasta que mi madre me comunicó que no seguiríamos viviendo en Tegucigalpa y que nos mudábamos para la localidad que se levantaba en una meseta a mil ciento cuarenta metros sobre el nivel del mar, rodeada de montañas que en aquellos entonces no estaban tan deforestadas, tal y como están en la actualidad.
La noticia me
cayó como una bomba. Acababa de terminar la escuela y con mis compañeros
estábamos hablando sobre que colegio estaríamos asistiendo. Cuando mi madre
vino con la noticia de que acababa de comprar una casa en aquella ciudad
ubicada a dos horas de Tegucigalpa, también me dijo que ya tenía un colegio
para mí y que en un par de meses estaríamos trasladándonos por completo a
Siguatepeque, que por 1993 tendría algunos cuarenta mil habitantes como máximo.
Llegué a
Siguatepeque con la rebeldía a flor de piel, había empezado mi adolescencia a
muy temprana edad y de remate me arrancaban de las entrañas de Tegucigalpa (esa
ciudad que me había adoptado cuando llegué de Tela) y me estaban llevando lejos
de mi hermana mayor que había sido más que una madre para mí.Caminar por las calles de Tegucigalpa era fascinante siendo todavía un niño, nunca tomaba el bus de la escuela y me iba a jugar al parque La Leona o al Picacho, jugaba fútbol en un campito de tierra en la colonia Venezuela y regresaba a la casa de la colonia Tiloarque con las rodillas y los codos ensangrentados o me escapaba en mi patineta al barrio La Granja, donde vivía la chica que me quitaba el sueño.
Me sentí tan intimidado cuando dije mi nombre y de donde venía, la voz que empezaba a experimentar un cambio temblaba, en aquel instante creí haber descendido a las profundidades del infierno de Dante.
Odiaba el colegio, odiaba la ciudad e incluso llegué a odiar a mi madre por haberme llevado a aquel “infierno”.
La ciudad era tan pequeña, todas las personas se conocían y los chismes volaban a velocidades siniestras. Se conocía la vida de todos y por la noche la ciudad era tan oscura. Eran pocas las calles pavimentadas; en la temporada de lluvia las mismas eran pantanos y en el verano se comía polvo, sumado a esto en la casa se vivía una fuerte crisis económica. La vida cómoda en Tegucigalpa era cosa del pasado y vagar por las calles de la ciudad una utopía. En aquel instante no supe apreciar los malabares que hacia mi madre para llevar la economía del hogar y para que no faltara el pan de cada día en la mesa.
Mi
realidad era otra, se llamaba Siguatepeque y me costaría mucho tiempo aceptar
que otro ciclo de vida había empezado.
Cada vez
que podía me escapaba a Tegucigalpa. Lastimosamente la conexión con los amigos
de la escuela se fue perdiendo hasta que la distancia se encargó de matar el
contacto.Los meses pasaron y la ilusión de regresar a vivir a Tegucigalpa se cristalizó cinco años después, cuando terminé el colegio y era tiempo de ingresar a la universidad.
Entonces me fui de Siguatepeque jubiloso, jurando no regresar. Por fin estaba dejando aquel lugar adonde había sido llevado sin ser consultado.
Ya lo he
dicho en otros apuntes y lo vuelvo afirmar: los regresos son más duros que las
partidas y me tocó regresar al seno de la familia, con el corazón roto, la
esperanza abandonada en algún sitio y los sueños aplastados por la realidad que
estaba viviendo.
Pase de
la vida bohemia de Tegucigalpa a la casi inexistente vida urbana de la ciudad
que había crecido mucho, en comparación a cuando yo había llegado, las personas
ya no se conocían tanto y las caras ya no me resultaban tan familiares. Tampoco
no se podía andar tan tranquilo como antes, cuando el crimen era solamente cosa
de las “ciudades grandes”.
Por
suerte en mi regreso encontré a los pocos amigos de siempre, esos que me
ayudaron a salir adelante y al fin
terminé encontrando a Shoshannah, que también y al igual que yo había
llegado a la ciudad de los pinares por esos misteriosos azares del destino y sin quererlo.
Casi seis
años han pasado desde que volví a salir de la casa en donde viví mi pubertad y
después de haber andado por varios sitios, y quizás gracias a ese sentimiento
llamado melancolía o quizás nostalgia, me he visto en la necesidad de escribir
esta columna para continuar mi proceso de hacer las paces.
A lo mejor nunca
hubiese sabido a que sabe el ron barato al calor de una fogata, nunca habría
conocido los amigos que todavía conservo y que significan mucho en mi vida, y
que están ahí cuando la situación lo amerita.
Nunca
habrían nacido esas primeras líneas repletas de odio y de frustración que escribí
siendo un adolescente, nunca hubiera pasado leyendo tres horas en la banca de
un parque pasando del mundo que tenía enfrente de mí, sin importar que el
firmamento se quebrara en mil pedazos, solamente importaba la historia que
estaba leyendo y nada más.Se siente tan bien poner punto final a esto que estoy escribiendo, se siente tan bien ir cerrando las páginas del pasado y poder apreciar que no todo ha sido tan malo como se cree que fue.