Han pasado muchos meses, desde la última vez que he
escrito para el blog, la culpa de ello la tiene la vida misma: esa vida que es
un delirante destello de locura y aventura.
Pero, esta mañana he sentido las inexorables ganas
de escribir, y es que así es esto, de repente el mundo se traga las palabras y
luego, en un abrir y cerrar de ojos se hace de nuevo la luz, y las ideas
aparecen tan natural, como si nunca se hubiesen marchado.
Es una mañana gris de invierno, donde el sol se ha
resistido en aparecer y los huesos empiezan a reclamar un poco de calor, aunque
adentro del apartamento se está bien, sobre todo cuando observo a través de la
ventana, como las ramas de los árboles todavía sujetan algunos cúmulos de
nieve, después de la ligera nevada que hemos tenido esta madrugada.
Como reza el título de esta publicación: Retrospección
(una mirada u observación sobre el pasado o un Flashback, según la definición que me ha arrogado el diccionario),
intentaré hacer acopio a varios elementos, que de alguna u otra manera me han
librado de tantos paradigmas.
Todo se remonta a treinta y seis años atrás, cuando
vine a este mundo, en una pequeña ciudad en el caribe hondureño, la cual tuve
que dejar a muy corta edad (parece que desde que nací estuve destinado a los
constantes desplazamientos) para radicar en Tegucigalpa, donde afortunadamente
supe lo que es crecer en un barrio, teniendo el placer de haber jugado partidos
de fútbol en la calle, con pelotas de plástico y cuatro piedras a cada extremo,
que según nuestras leyes, un tanto arbitrarias por cierto: eran las porterías.
Ahí empezó todo: las dudas, los sueños, las caídas,
las mudanzas a otros barrios y colonias, el primer beso, el primer amor, la
primera borrachera, los llantos, las horribles poesías que intenté escribir y
sobre todas las cosas: los amigos y los recuerdos.
Nunca imaginé lo que la vida me tenía preparado y
todos esos cambios a los cuales me he tenido que ir adecuando, pero sobre todas
las cosas: nunca esperé conocer los distintos ángulos que emergen en las
palabras, esas palabras que desde siempre me han acompañado y que me enseñaron
que es válido soñar.
El tiempo ha ido pasando y he ido mudando la piel,
como una víbora de cascabel, pero suele suceder en días como este, donde el
frío aprieta y donde parece que la primavera es un espectro que brilla por su
ausencia, donde hago un alto, observando lo que tengo a mí alrededor, divagando
en las cosas que han sido y las otras tantas que están por llegar.
He aceptado que jamás podré escribir como mis
ídolos, jamás lograré tener la capacidad narrativa de Auster, el ingenio de Margaret
Atwood o la sutiliza de encontrar historias que contar en la nada, como lo
hacia Cortázar, con una delirante facilidad, también he aceptado que los
cuentos que escribo, no dan el ancho y que jamás conseguiré estar satisfecho
con ellos, a pesar de seguir intentándolo cada día.
He aprendido a disfrutar las series en Netflix,
dejando atrás los sentimientos de culpa, por pasar los fines de semana enfrente
de la pantalla del televisor, especialmente en los días fríos de invierno.
Amo con excelsa locura un buen café sin azúcar,
cualquier comida étnica y detesto emborracharme.
Disfruto corriendo a primera hora en la mañana, sin
importar la estación del año, mientras escucho música, imaginando que vivo en
otros contextos, quizás para escapar un poco de la realidad.
Me apasiona viajar, los trenes, los libros, el vino,
el queso, los aviones, los viajes largos en coche, descubrir nuevas comidas, las esperas en los
aeropuertos, las montañas, los lagos, la playa, descubrir un destino nuevo
y pronunciar mal las palabras en otros
idiomas.
Últimamente, he descubierto que se me da bien
cocinar, aunque me pierdo siguiendo recetas y al final termino adulterando las
mismas.
Estoy agradecido sobre todo por la salud, porque me
gusta levantarme y sentir que estoy vivo, que mis pulmones respiran a gusto,
después de haber dejado de fumar varios años atrás, cuando me di cuenta que
puedo crear sin la necesidad de tener un cigarrillo entre mis labios, cayendo así;
otro de los tantos estereotipos que acuné en el pasado, y es que las
existencias están tan llenas de estereotipos como: que todos los latinos
sabemos bailar ( yo soy un fracaso) o que todos los escritores necesitan tener
adicciones para escribir sus mejores obras.
Pienso, que se puede crear cualquier arte, partiendo
expresamente de los sentimientos y de las realidades en que vivimos, y que no
es necesario ser algún erudito (a), es más: admiro a todas aquellas personas
empíricas, que no siguen normas o estilos sublimes cuando crean, dejándose
llevar; exclusivamente por las ganas de expresarse y sacando sus emociones a
flote, así que paso de los convencionales y de los que juzgan lo que es bueno o
es malo.
Tengo un millón de defectos, para muestra un botón:
me cuesta enfocarme en una cosa, soy muy ansioso, muy propenso a colapsar ante
una crisis de nervios, por desconocer que traerá el futuro y por poder pagar
las cuentas a fin de mes, se me dificulta expresarme con claridad cuando hablo
y terminó hablando en círculos, repitiendo historias que ya conté o
entrecruzando distintos relatos, todavía me resisto a probar cosas nuevas ( rock climbing o patinar sobre hielo, por
ejemplo) porque me siento cómodo en las cosas que hago bien y por el temor a
fracasar, teniendo claro que es necesario salir de nuestras zonas de confort.
¿A qué viene todo esto? Pues, es que muy a menudo
los sueños tardan en aparecer, al igual que la primavera, que parece que está a
la vuelta de la esquina, pero al fin y al cabo no se atreve a llamar a la
puerta, al igual que lo hacen esas benditas palabras, tan necesarias para
terminar los capítulos que se han ido quedado inconclusos, para poder empezar a
escribir nuevas historias.
Como se habrán dado cuenta, he terminado
entrelazando lo quería escribir, fiel a mi estilo: de ir saltando de rama en rama, con la
esperanza de lo que he escrito tenga sentido, y si no: no pasa nada, hoy
se permite todo.
Filadelfia 9 febrero, 2016