martes, 30 de septiembre de 2014

Relatos de la montaña.

Después de algunas desilusiones literarias, aquí estoy nuevamente recuperando las energías para seguir escribiendo, ya que al fin y al cabo ( y sin ánimos de sonar trascendente) es una de las pocas actividades que me mantiene atado a la fantasía y a esos sueños que muchas veces parecen que se quieren escapar.

“En la montaña aprendes que eres muy pequeño, una piedrecilla que baja o una tormenta te pueden eliminar del mapa, y eso me hace relativizar mucho las cosas y entender lo que es importante.”
Killian Jornet



I Parte

A pesar de que era mediados de mayo, el frío todavía estaba presente en Toronto y la primavera sabía mas a otoño que a primavera.
Los preparativos para el viaje llevan ya varias semanas, el menú para alimentarnos por cinco días en la montaña estaba listo, la comida deshidratada debidamente empaquetada, al igual que el equipo, que va desde la tienda de campaña a los utensilios para poder cocinar en la intemperie.
La habitación en nuestra casa que usamos como oficina es un galimatías con tantas cosas regadas a doquier, sin embargo a pesar del caos todo esta en un orden convexo, los mapas, las mochilas debidamente empacadas, las botas y tantos elementos que al fin determinan el éxito de la aventura.
 Shoshannah, con mas experiencia que yo, cuida cualquier detalle, que por absurdo que parezca puede ser fundamental cuando se esta en medio de la nada.

Por fin, el día indicado había llegado y nos levantamos mas temprano de lo habitual para emprender una nueva aventura que tenía como destino las smoky mountains en Carolina del Norte.
Por delante teníamos un día largo y varios kilómetros por recorrer, al igual que esa emoción que siempre esta presente cuando se tiene que cruzar una frontera y el hecho de que era mi primer “road trip” por los Estados Unidos.

Muchas veces me parece que estamos tan cerca de los Estados Unidos, para ser mas exacto a dos horas conduciendo, sin embargo cuando se cruza la frontera me parecen que las distancias son inacabables, tanto las distancias ideológicas como las geográficas, mas las ideológicas que separan tanto Canadá de esa poderosa nación.
Lo mas interesante de los “road trips”, aparte de los magníficos escenarios que nos arrojan algunas carreteras, es el hecho de poder parar en pueblitos a tomar algún café o a contemplar cualquier paisaje olvidado en medio de la nada, bajarse del coche y entregarse a contemplar alguna vista que no era esperada.
Aunque, debo de admitir que extraño los trenes y los viajes en autobús, donde solía tener todo el tiempo del mundo para leer y para soñar despierto, mientras miraba por la ventana como los segundos pasaban desdeñosamente, acompañados muchas veces de imágenes borrosas.

En esta ocasión la historia fue otra: me tocó estar al frente del volante por varias horas, alternándome con Shoshannah y cuando no estaba conduciendo trataba de descifrar infinitos mapas que parecían que nunca terminarían teniendo sentido alguno.
Aquel viaje representaba algo mas que un simple recorrido por las carreteras estadounidenses; representaba el encuentro con la montaña, con el bosque y el silencio; elementos que se necesitan tanto, especialmente cuando se vive en una gran metrópolis como Toronto.

Los kilómetros se fueron extendiendo y fuimos cruzando varios estados de la enorme nación norteamericana, hasta que el cansancio no daba para mas y decidimos que lo mejor era pernotar en un motel de carretera en algún lugar remoto de Pennsylvania.
La mañana siguiente el sol brillaba con toda su intensidad y todavía teníamos varios kilómetros por delante para llegar a nuestro destino, después de una parada obligatorio para desayunar y para volver a la vida con el ansiado café, la carretera aguardaba por nosotros.

Manejamos por horas y horas por carreteras de dos carriles, esas que tanto me gustan, dejando en el olvido las tristes autopistas y sin darnos cuenta, las deseadas montañas se fueron asomando al borde de varias praderas.
Entramos en el Estado de Carolina del Norte siendo recibidos por una brisa cálida y una humedad que nos cayó de maravilla, después del largo invierno canadiense, bajamos los vidrios del coche para que ese aire cálido entrara y dejará en el recuerdo el frío que nos precedía.
Seguimos transitando por las pintorescas carreteras de dos carriles a la orilla del río Pigeon, hasta que la oscuridad nos abrazó, robándonos así un solemne escenario revestido de un encanto netamente natural, no obstante nos regaló el mágico susurro de las aguas del río en mención, que cruza el estado de Carolina del Norte hasta llegar a Tennesee y una luna que relumbraba el camino trepidantemente fue nuestra guía.

Llegamos al lugar designado para acampar y del cual la mañana siguiente estaríamos saliendo en nuestro andar por cinco días a través de las Smoky Mountains.
Montamos la tienda con la ayuda de nuestras lámparas y antes de caer profundamente dormidos con el murmullo de las corrientes del Pigeon repasamos un tanto el mapa y la logística antes de emprender la aventura.

Extrañaba tanto dormir en una tienda y enfundarme en mi saco de dormir, despertar la mañana siguiente y encontrarme con ese rocío intenso que resulta imposible de describir.
En el campamento base se encontraban varios excursionistas, algunos se preparaban para caminar por el parque, otros habían regresado después de pasar algunos días andando por los milenarios senderos, se notaban sumamente fatigados, desaliñados y con esa sensación que conozco muy bien, y que es una mezcla de felicidad por volver a ver algo de “civilización” pero, que al mismo tiempo termina en una tristeza profunda al dejar todo lo sublime que nos regalan las montañas y el estar expuestos en su totalidad a los designios sagrados de la madre naturaleza atrás.

Preparé un café en la estufita portátil y un té para Shoshannah, mientras el sol empezaba a asomar a través de los gigantescos árboles que resguardan el campamento base. El primer sorbo de café me cayó de maravilla y sentí esa paz que solo se siente cuando se deja un millón de pasados atrás.
Shoshannah despertó y se unió a mí , estirando sus brazos como dos alas revigorizadas dispuestas a emprender el vuelo hacía cualquier cielo.

Era un día espectacular, el susurro del río Pigeon se hacia sentir y antes de desayunar nos asomamos hacia un pequeño arrollo que se enraizaba en una cascada a unos cuantos pasos del campamento base.
Desayunamos y preparamos lo esencial para llevar con nosotros en aquellos cinco días en que dejaríamos atrás nuestros móviles, el apuro de contestar correos eléctricos, las redes sociales, las macabras noticias que a diario circulan por los medios informativos y toda la presión que representa vivir en un mundo tan moderno y en una sociedad tan competitiva.
Todo se resumía a nuestras mochilas y a esas ganas insaciables de escaparnos de la realidad.

Desmontamos la tienda, nos cercioramos de tener lo necesario y otra vez Shoshannah me sorprendió con su capacidad organizativa de tener todo debidamente calculado, desde la raciones de alimentos que necesitábamos hasta el botiquín de primeros auxilios y es que cada ínfimo detalle marca una gran diferencia cuando se este lejos de cualquier indicio de civilización.

Las smoky mountains eran mi segunda aventura de montaña, mi primera aventura había sido cuatro años atrás en el Val d’ Aran en Catalunya, donde afortunadamente logré admirar paisajes que hasta el día de hoy no he vuelto a ver; como encontrar un pequeño lago de aguas turquesas a dos mil metros de altura y caballos salvajes cabalgando a un compás libertario.

Sin embargo, he aprendido que queda montaña es diferente y única al mismo tiempo, y lo mas importante: he aprendido a respetar las mismas y a saber que en cualquier segundo todo puedo cambiar, de un intenso calor y la peor humedad, se puede pasar a un frío penetrante, se tiene que estar preparado para todo y al mismo tiempo se debe ser minimalista, cargar lo esencial y ser lo mas liviano que se pueda.

Dejamos lo que no necesitábamos en nuestro coche, el cual volveríamos a ver en cinco días y sin mas preámbulo nos encaminamos en búsqueda del primer sendero del día. Eran las nueve de la mañana y ocho millas de cuesta arriba nos esperaban, el peso de nuestras mochilas no fue capaz de borrar la sonrisa que se dibujaba en nuestros rostros ante la excitación de desaparecer entre las sendas que nos conducirían a vivir otra aventura.

Toronto, 30 de septiembre, 2014.



  













lunes, 18 de agosto de 2014

Las aspas del ventilador

Ayer mientras caminaba por las calles de esta ciudad pensaba en vos; en cuantas veces soñamos con recorrer otros sitios que no fueran los mismos de siempre.
Recordé aquellos bares donde trazamos rutas inexistentes en hipotéticos mapas, que al fin y al cabo no iban a ninguna parte.

Traje a esta memoria un tanto socavada por el aire del tiempo tu cuerpo tendido en aquella cama, donde tantas veces gozamos de aquellos juegos que dejaban de ser prohibidos, desde el momento en que nuestras ropas quedaban tendidas en aquel suelo tan frío, mientras las aspas de un moribundo ventilador azul aleteaban desde un pedestal sombrío.

Luego, todo era silencio, incluso las bocinas de los coches cesaban sus diabólicos alaridos, entonces cerrábamos nuestros ojos, nos olvidábamos del mundo exterior; de las guerras que arrebatan tantas vidas inocentes, del examen de cálculo de la mañana siguiente y de ese miedo desmerecido de pensar en el futuro.


Los pensamientos dejaban de volar por aquel cuarto forrado de recuerdos inertes y de tantas noches en vela y ahí estabas vos, tan quieta como si el curso de las cosas, era simplemente; una especie de lamento estéril, que no tenía cabida en nuestras vidas, era entonces cuando despertábamos de nuestros silencios y nos mirábamos muertos de risa, mientras las aspas del ventilador traían a la habitación una leve brisa.

AF

viernes, 4 de abril de 2014

Llueve en Toronto, llueve en Tegucigalpa

“Yo creo que la verdad es perfecta para las matemáticas, la química, la filosofía, pero no para la vida. En la vida, la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza cuentan más”.
Ernesto Sabato


Era una tarde parecida a la de hoy, solamente que en aquellos entonces me encontraba en otras latitudes, mucho mas al sur de donde me encuentro ahora y con la temperatura un tanto mas elevada, sin embargo llovía al igual que en estos momentos.
Me recuerdo como si fuese ayer, sigue tan presente en la memoria aquel día gris y lluvioso en la casa de la Colonia Tiloarque, que de alguna u otra manera marcó la pauta en mi vida.
Es increíble como pasa el tiempo, muy a menudo cierro los ojos y vuelvo al pasado, solamente a darle un vistazo, porque he aprendido que no es muy bueno vivir en el mismo, al igual que no es del todo recomendable vivir enfocado en el futuro y que lo mejor es vivir el presente a tope, aunque nos resulte difícil.
Lo cierto es que llovía sobre Tegucigalpa, era un viernes lúgubre y la noche anterior la parranda se había extendido hasta muy entrada la madrugada. Llegando al extremo que no me acordaba como había regresado a casa.
A pesar de ello, me había levantado a las siete de la mañana, y la lluvia ya había empezado a caer, no tenía clases en la universidad, así que no había nada mejor que hacer que quedarse en la cama.
Es imposible olvidarme de aquella habitación que me perteneció por mas de seis años, el tiempo que permanecí en Tegucigalpa, tratando de culminar una carrera en la universidad, una carrera que como me ha pasado con muchas cosas en mi vida: terminé odiando, a tal extremo que tuve que dejar todo atrás, para encontrar en la facultad de periodismo un respiro transitorio.
Desafortunadamente, el respiro duró menos de un semestre y un mundo artificial que había creado a bases de mentiras se vino al suelo.
Tuve que dejar la casa de Tiloarque y aquella habitación donde aprendí tantas cosas de la vida, a pesar de ser una orbita convexa y un universo cerrado, entre aquellas cuatro paredes podía ser yo mismo y me acompañaba a la perfección con mi silencio, mis lecturas de madrugada y mi música.
Llovía mucho sobre Tegucigalpa y aquello era motivo de miedo y de muchas preocupaciones, la frágil infraestructura de la capital severamente golpeada por el Huracán Mitch varios años atrás, se ve amenazada por cualquier chubasco.
Por suerte, la lluvia mermó rápidamente, dejando después de su paso una leve llovizna y un cielo encapotado.
Me quedé buena parte de la mañana tirado en la cama, con los ojos abiertos y pensando que haría con mi vida. La frustración era una constante en mi existencia, sin embargo trataba de hacerme el de la vista gorda y seguía asistiendo a clases para no defraudar a mi familia, los cuales habían apostado todas sus fichas a mi favor, con la plena seguridad que me esperaba un brillante futuro en el mundo de los negocios internacionales; desconociendo que en un arranque de desesperación me había cambiado a la carrera de periodismo.
Las tripas empezaron a crujir, me levanté de la cama con la intención de encontrar algún rastro de comida en la cocina.
Me preparé unas tostadas de pan con jalea y un café bien cargado, esperando que me trajera de vuelta al mundo de los mortales.
Me senté en el sofá de la sala, encendí la tele, justo aparecía el noticiero del medio día, en el cual los titulares dejaban entrever que mas noticias negativas a noticias positivas estarían presentes en la media hora que duraba el noticiero.
Lo único bueno de aquello era la guapa presentadora que distanciaba autoritariamente de su compañero. El cual era una disparatada caricatura mal dibujada. A parte tenia una voz chillona que era capaz de terminar de desarticular mi sistema nervioso, el cual, por cierto ya andaba algo machacado.
 Comí las tostadas de pan, simplemente para engañar un poco a mi estómago, en mi boca todavía estaba presente el sabor a cerveza de la noche anterior, que tal y como siempre solía suceder, se había extendido hasta olvidar la noción del tiempo.
Eran otros tiempos en Tegucigalpa, aunque el riesgo de que algo pasase solía estar latente, nada que ver con la realidad de ahora.
El jueves, era el día mas esperado de la semana, aproximadamente a las seis de la tarde empezaba la operación de andar de bar en bar, caminando por los bulevares o descubriendo nuevos “refugios” como solíamos llamarle a los bares o cantinas, habitualmente nos seducían aquellos que tenían las cervezas mas baratas del mercado.
Éramos una pandilla de mas o menos cinco, todos estudiantes universitarios, aunque muy a menudo terminaban uniéndose a nuestro grupo otras personas, pero los que generalmente quedamos hasta el final éramos cinco, casi siempre discutiendo de política, de música, de futbol o sobre algún libro.
Nos emborrachábamos a placer, deambulábamos por las calles vacías y soñábamos
con viajar, con conocer otras culturas y vivir una vida llena de emociones.
El café me lo fui tomando a sorbos muy pausados, incluso tuve que calentar el mismo en el microondas, mientras regresaba a mi habitación a buscar en los bolsillos de mi pantalón algún indicio de tabaco, por suerte encontré dos cigarrillos arrugados y mi encendedor.
Salí al patio delantero de la casa a fumar, a pesar de la liviana llovizna, que al fin y al cabo terminaba mojando.
Me quedé parado viendo a través de las rejas del portón de metal de la casa.
La visión era la de siempre: la de uno de los tantos cerros que rodean la ciudad y que han sido poblados, desafiando las normas urbanísticas y donde la miseria es el pan de cada día.
Entonces, me sentí tan culpable, por estar al otro lado de la realidad y viviendo, si se puede decir una vida cómoda y con un millón de oportunidades delante de mis narices, mientras otros, como los moradores de aquellas míseras viviendas, se tenían que rifar día a día el pellejo con tal de llevarse un bocado a sus bocas. Permanecí buen rato, inmóvil, mirando aquellos vecindarios marginales que respiran y laten de una manera desesperada, sin importarme que la llovizna me estaba empapando.
Fue en aquel momento cuando tomé la decisión de dejar muchas cosas atrás y empezar de nuevo, sin saber que la vida misma me tenía arreglada una caja de sorpresas.
Todos los pronósticos estaban en mi contra, creo que ni mi madre, mi eterna cómplice, se atrevía a apostar a mi favor. Las esperanzas se habían derrumbado y estuve tan perdido por mucho tiempo, andando y andando sin llegar a ningún sitio y perdido en pensamientos que iban y venían, como un reloj de péndulo.
Afortunadamente, esos tiempos han quedado atrás. Ahora miro el pasado de vez en cuando, como queriendo tener presente de donde vengo y todo lo que he ido sorteando.
Sigue lloviendo en Toronto, la casa es muy silenciosa y se esta muy bien con el calor de la chimenea.
Esta mañana he salido a correr con una llovizna muy parecida a la llovizna que caía en Tegucigalpa, en aquel día en que me decidí en darle la vuelta a tantas páginas de mi vida, para ir cerrando varios capítulos sueltos que no terminaban de trenzarse.
La nieve del invierno poco a poco se ha ido disipando y solo espero que esta lluvia de una tierna primavera, traiga un par de respuestas a algunas de mis encrucijadas.
Me he parado en la entrada de mi casa, la visión que tengo enfrente no es precisamente aquella visión del cerro poblado por humildes viviendas, es otra visión, totalmente distinta y quizás tan inconsecuente, tampoco estoy fumando; he dejado el tabaco mucho tiempo atrás, cosa que me place, lo que si estoy sosteniendo es una tasa de café, mientras le doy una tregua al teclado de mi computadora, el cual esta esperándome para ponerle el punto final a este relato.
Cierro mis ojos y cambio por completo el panorama en mi mente, trayendo el recuerdo de tantas cosas del pasado. Después de un rato abro mis ojos y doy gracias por estar vivo y esperando que el futuro traiga consigo, lo que tenga que traer.

Toronto, 4 de abril, 2014



  

lunes, 10 de marzo de 2014

Un autorretrato en invierno

A todas esas almas solitarias, que de alguna u otra manera se han ajado en un destierro olvidado.

 
Se acercó a la ventana y corroboró lo que presentía, nevaba intensamente en la ciudad y no parecía que pararía.
Desde que años atrás se había deslizado en el hielo accidentalmente y fracturado su tobillo, no había vuelto a ser el mismo de antes, sumado a la perpetua lesión en su espalda, las actividades físicas que siempre le habían gustado practicar y que iban desde extensas caminatas por las calles de la ciudad hasta los paseos en bicicleta, eran asuntos del pasado.

Nada que ver con la persona de ahora, con el ermitaño que trataba de evitar el contacto con los amigos con los que antes compartía, cuando no estaba en el trabajo y los cuales le ayudaban a sobre llevar la soledad que desde siempre le había pertenecido.

En el verano que se había marchado sin decir adiós, apenas salió a la calle, echándole la culpa al calor extremo y a sus dolencias, en el fondo sabía que no era ni lo uno ni lo otro, se trataba de otro elemento que lo mantenía desconectado del mundo exterior.
Sin darse cuenta el otoño arribó y se sintió tan culpable por no haber vivido el verano como se debe vivir: con intensidad y con ilusiones frescas.
Ahora la realidad que tenia de frente a sus narices era otra, era una realidad llamada invierno.

Eran las once de la noche y no parecía que existía indicio que revelará que pararía de nevar.
El apartamento era cómodo, suficiente para él, no necesitaba de tanto espacio, con una habitación le bastaba, al igual que una pequeña cocina.
La pensión que recibía por la lesión que le había imposibilitado seguir trabajando le bastaba para subsistir, para pagar la renta del apartamento y para comprar sus alimentos, aunque a menudo tenia que recurrir al banco de comida para compensar lo que no podía comprar.

A cambio de la pensión tuvo que sacrificar su espalda, la cual, principalmente en los días de invierno le molestaba de sobre manera con punzantes dolores.
Esa es la herencia que le dejó el trabajo en una fábrica de muebles por veinticinco años, hasta que un día su espalda crujió y no pudo más.
Se acostumbró al dolor con una asombrosa naturalidad, habiéndose hartado de visitar especialistas y de hacer terapias para reducir sus dolencias, que al final nunca funcionaron.

Sin embargo, los dolores que no le dejaban en paz eran los recuerdos y tantas cosas que había dejado sin resolver, desde que había salido de su pequeña aldea en El Salvador, muchos años atrás huyendo de una cruenta guerra civil que nunca entendió.

Desde aquel entonces nunca regresó al país que lo vio nacer, sin saberlo, perdió el contacto con su familia, con sus amigos y se metió en el mundo del trabajo, comprometido al máximo con lograr el sueño canadiense y ser “alguien en la vida”. Así tuviese que sacrificar todo, incluyendo una vida pasada, lo cierto es que no estaba dispuesto con regresar la mirada atrás. Cosa que logró hacer por buen tiempo, hasta que los últimos años arribaron vaciladores y se puso a sopesar la balanza, obteniendo un saldo de soledad en su contra.

Se decidió por vivir enclaustrado en el pequeño apartamento, era mejor así, no se sentía capaz de hablar con alguien y sus salidas eran toda una aventura y las cuales se limitaban al supermercado, al banco de comida y a la biblioteca, todo en el mismo radio, a escasa distancia de su apartamento.
Se preparó un café para exorcizar sus emociones y regresó a la ventana, donde tenía una mesita con una planta que se había resistido a pasar a mejor vida, a pesar del descuido de su dueño y la cual era la única compañía viviente que tenía.

Recordó su primer encuentro con la nieve y la emoción que le causó la primera nevada ¡como ha pasado el tiempo!
Como olvidar la primera vez que pisó suelo canadiense, como olvidar aquel choque cultural que experimentó y aquel inmisericorde miedo de no saber en qué se había metido al venir a este país. Si, él que había nacido en una pequeña aldea donde no circulaban coches, donde el machete era el mejor amigo que se podía tener, al igual que la azada para labrar la tierra, hasta que la guerra civil tiñó todo de sangre y tuvo que dejar el pequeño pueblo para trasladarse a San Salvador, una ciudad vapuleada por la miseria y por la marcada diferencia de clases.

Allí hizo de todo para ganarse la vida; trabajó vendiendo refrescos en la calle y frutas en los mercados capitalinos y cobrando los pasajes en autobuses urbanos. Llevando a cabo este último trabajo fue cuando se enfrentó a la muerte, cuando se vio en medio de un tiroteo entre el ejercito y un comando de guerrilleros en pleno mercado central de la ciudad de San Salvador, el autobús con setenta pasajeros abordo simplemente circulaba a la hora incorrecta y en el lugar equivocado, viéndose bañado por un intercambio de disparos entre ambas fuerzas.

Recibió el impacto de siete tiros que lo llevaron a caminar por los umbrales de la muerte y después de tres meses en coma, un día cualquiera simplemente abrió los ojos y volvió a renacer.
En aquellos entonces Canadá abrió sus puertas a miles de personas que sufrieron el horror de la sangrienta guerra civil y su caso fue mas que evidente y sin esperarlo, y gracias a la ayuda de una organización humanitaria internacional, pudo dejar El Salvador para lanzarse en la aventura de su vida.

Así fue como su existencia dio un giro espectacular y sin nunca haberlo imaginado terminó viviendo en una de las ciudades más diversas del mundo ¿Quién lo diría? De la pequeña aldea en El Salvador a Toronto.
Aquella fría noche de invierno, estaba dispuesto a dar todo lo que poseía en la vida, aunque todo componía un reducido grupo de elementos físicos, no así las experiencias que había acumulado en su paso por este mundo, si las cuales se pudieran cuantificar, serian infinitas y no tendrían precio. 

La verdad es que estaba dispuesto a entregar todo por regresar a la pequeña aldea que había dejado, convencido de que nunca regresaría, daría todo por caminar por las calles de tierra, por limpiar su milpa y por jugar un partido de fútbol con sus amigos en el campo sin grama del pueblo, pero, sobre todas las cosas, daría todo por volver al lado de su madre,  por ver a sus hermanos y por decir “lo siento” por haber desaparecido de sus vidas.
No obstante, era muy tarde, no era capaz de abordar el primer avión y emprender el regreso ¿Qué diría su madre? ¿Su familia? Aunque dudaba que su madre viviera y era muy posible que de la pequeña aldea no quedara rastro alguno.

No, simplemente no podía regresar a El Salvador, no tenía el valor moral para encontrarse con su pasado. Era mejor dejar todo como estaba, era mejor seguir viviendo en la misma soledad.
La cafeína ya no le causaba ningún efecto, terminó su café y se fue a la cama.
En los últimos años había descubierto un mundo distinto en los libros que prestaba en la biblioteca.
Nunca fue un fanático de la literatura, en El Salvador  solamente pudo llegar hasta el cuarto grado de primaria y luego tuvo que dedicarse en cuerpo y alma a trabajar en el campo, dejando los estudios atrás, a duras penas aprendió a leer y a escribir.

Después que sufrió su lesión en la espalda, se había refugiado en la biblioteca local habiendo encontrado en la sección de libros en español el perfecto escape que tanto estaba buscando.
Al principio le costó mucho seguir el hilo de las historias que leía, le costó  entender las palabras, pero a medida que fue leyendo, su entendimiento se fue liberando y su mente se abrió por completo a un mundo fantástico.
Estaba leyendo una recopilación de cuentos de Mario Benedetti, vivía  cada línea que sus pupilas archivaban y cada cuento que terminaba lo dejaba con un exquisito sabor de boca.

Sus ojos querían cerrarse, las agujas del reloj anunciaban que otro día se había esfumado y que el calendario seguía avanzando desdeñado.
Luchó contra el sueño, porque sabia que al momento de caer en el mismo, las típicas pesadillas que le traían a su cama todos los fantasmas de sus vidas pasadas aparecerían. Estaba a salvo con sus libros, se sentía seguro y resguardado, no había porque temer, nada malo podía pasar teniendo a su lado las historias que leía.
Se aferró a los cuentos de Benedetti, como un náufrago se aferra a su balsa en medio del océano.
No pudo mas, era la hora de dormir, se levantó una vez mas, se dirigió hasta la ventana, la nieve seguía cayendo, se sintió tan solo y regresó a la cama, cerró sus ojos y todo se acabó. 

Toronto, 3 de febrero, 2014