“La
primavera ha llegado a Toronto. Esta mañana he desempolvado mi bicicleta para
trasladarme al trabajo y el aire fresco de una nueva temporada me ha rozado por
completo. El frío del invierno es asunto
del pasado y antes de seguir (tocando madera) las tormentas de nieve han
desaparecido del firmamento.
Se puede
decir que estoy de vuelta a la realidad, después de haber pasado diez días en
Perú; aunque estoy en deuda con aquel país, no he podido saborear sus cafés,
perderme en sus sierras, conocer verdaderamente el abrasador mundo literario
que bulle en las librerías de Lima o degustar la afamada y suculenta comida
peruana. Me tuve que conformar con haber visto desde las alturas el océano
pacifico así como la cordillera de Los Andes.
Mi estadía
en el país sudamericano ha pasado sin pena ni gloria, se ha limitado al
aburrido y estricto mundo de los viajes de trabajo, a las maratónicas reuniones
y a los cafés en vasos de cartón, que por cierto me molestan tanto. Apenas me ha quedado tiempo para respirar y
por suerte antes de salir a Canadá tuve la dicha de recorrer Lima, pero, el
tiempo se me ha quedado corto y Lima no es una ciudad que se conoce en un abrir
y cerrar de ojos.
Lo que pude
de ver de Lima es la realidad que atraviesan todas las ciudades de
Latinoamérica: por una parte un incesante crecimiento comercial, industrial,
urbanístico y una acelerada modernización.
Pero, paralelamente se tiene el mundo oscuro de la miseria y la absurda
desigualdad.
Me
encontraba caminando por el distrito de Miraflores, uno de los más exclusivos
de Lima y sin nada que envidiarle a las calles de Madrid o Barcelona. Me llamó
la atención cuando la luz roja de un
semáforo frenó la marcha de un lujoso Mercedes Benz y casi a su lado también
detuvo de golpe una vieja bicicleta, la cual era montada por un señor con la
piel quemada por el sol del verano y el frío seco del invierno limeño.
En su
bicicleta llevaba de manera acrobática varios bultos conteniendo latas vacías
de cervezas y refrescos. Varios turistas pasaban por la acera y aprovecharon
para tomar fotos del humilde señor. En un impulso autómata quise hacer lo mismo
usando mi celular, pero, no pude, sentí
una especie de dolor en mi estómago y nauseas. Aquella imagen era el perfecto ejemplo de lo
que pasa en Latinoamérica y ahora viene mi pregunta ¿efectivamente estamos
experimentando un crecimiento económico?
O ¿somos el mercado emergente para salvar el presente descalabro
económico mundial? De ser la respuesta afirmativa y haciendo un juego de
palabras, puedo afirmar que nuestro modelo de crecimiento está equivocado y las
brechas sociales se han hecho enormes vallas. Como esas vallas de la Coca Cola
o las vallas de las compañías de telefonía celular que tanto abundan por las calles
de las grandes ciudades, incitándonos a comprar más.
La luz roja
cambió a verde y el lujoso Mercedes Benz arranco violentamente, cuando el
humilde señor sacaba fuerzas de flaqueza para pedalear su rustica bicicleta y hacerla
andar, pero el peso de sus bultos era tal, que no era tarea fácil y los surcos
en su frente parecían estallar al ejercer tanta fuerza, hasta que consiguió
echar a andar la descalabrada bicicleta por las calles limeñas.
Las casi
nueve horas que duró mi vuelo de regreso y a pesar de varios intentos fallidos
por entregarme a mi novela de turno: The Third Reich, de Roberto Bolaños e
ignorando las típicas distracciones que se encuentran en los aviones, pensé enteramente
en todo lo que había visto en mi breve estadía en Perú y en la deuda que siento
por conocer más, quizás algún día pueda dejar el trabajo atrás y aventurarme
por ese lado indómito del Perú y conocer la verdadera Lima, no el lado vacuo de
la capital peruana.
El vuelo me
resulto muy cansado, más de lo habitual y de los veintisiete grados centígrados
que hacían cuando salí de Lima, no quedaron ni rastro y fui recibido por cuatro
grados y un cielo gris. Shoshannah esperaba por mí y me sentí tan afortunado por tener a alguien que
siempre me está esperando en cada regreso que la vida disponga. Nos fundimos en un fuerte abrazo y nos
besamos, como si hubiésemos estado separados diez siglos, cuando en verdad solo
fueron diez días los que estuve alejado de su presencia.
Ayer por la
noche preparábamos la cena y me sentí tan latino, quizás más latino que nunca y
no tuve más remedio que tocar música de Karla Lara (cantante y activista
hondureña) mientras cocinábamos. Con la música de Karla Lara, buenos recuerdos
vinieron a mi memoria y el piano del maestro Camilo Corea nos sedujo con su
mística armonía. Shoshannah se contagió con el ritmo y los dos empezamos a
tararear esa canción que tanto nos gusta: La Casa de la Justicia, poema del
mítico Roberto Sosa y hecho canción por Karlita Lara.
La canción terminó
y el silencio volvió a reinar en nuestra cocina, sin embargo el mismo duró muy
poco, porque en un par de segundos empecé a soltar como metrallas tantas cosas
que tenía en mi mente. A la pobre
Shoshannah no le quedo de otra que escuchar todo lo que salía disparado desde
las profundidades de mis entrañas.
Escribir
esto cuesta mucho, creo que nunca he sido tan sincero como lo estoy haciendo
ahora, estoy viviendo una etapa en mi vida de contradicciones; millones darían
por estar en mis ropas, realizando el trabajo que estoy haciendo, viajando,
viviendo en aeropuertos, haciendo de los aviones mis aliados y de las salas de
espera de los aeropuertos mis hoteles de paso: a su misma vez aplicando mis
frustrados estudios de negocios internacionales en beneficio de un grupo de
empresarios que decidieron invertir en América Latina, por el solo hecho de
aprovecharse de los alicaídos sistemas que tenemos en nuestros países.
Muy a menudo
siento que estoy traicionando mis principios de solidaridad, esos principios que
me ha inculcado mi madre desde que era niño y que me he tirado a los leones en
un circo romano demasiado pagano. Trato de tomar todo esto como experiencias de
vida y me doy fuerzas soñando con realidades distintas, con aprender un poco de
todo (porque a veces lo malo también sirve) y esperando encontrar mi sitio en
este mundo.
Shoshannah
interrumpe mi relato y me dice que ella se siente igual, que millones de
personas se sienten igual a nosotros, pero, que lo importante es saber que lo
que hacemos es pasajero y que hacia adelante se dibuja un mejor porvenir. No sé, no todo es tan malo, quizás estoy
pecando de fatalista, estoy viviendo tantas experiencias, todas se vienen de
golpe y cuestan digerirlas.
La cena está
casi lista y mientras nos preparamos para comer, ambos hacemos un juego
imaginario; cerramos nuestros ojos, imaginamos que estamos viviendo en las montañas,
detrás de nosotros hay un frondoso bosque tropical, entre árboles y matorrales
se puede divisar el mar. No estamos en Honduras, estamos en cualquier sitio,
porque las fronteras en los sueños no existen y nunca existirán, así que nos
podemos desplazar de un sitio a otro sin aduanas de por medio.
El juego
dura algunos segundos y luego abrimos nuestros ojos y nos miramos por un
instante, damos gracias al destino por habernos juntado y sentimos fuerzas para
seguir adelante".
Toronto 27,
marzo, 2013