lunes, 10 de marzo de 2014

Un autorretrato en invierno

A todas esas almas solitarias, que de alguna u otra manera se han ajado en un destierro olvidado.

 
Se acercó a la ventana y corroboró lo que presentía, nevaba intensamente en la ciudad y no parecía que pararía.
Desde que años atrás se había deslizado en el hielo accidentalmente y fracturado su tobillo, no había vuelto a ser el mismo de antes, sumado a la perpetua lesión en su espalda, las actividades físicas que siempre le habían gustado practicar y que iban desde extensas caminatas por las calles de la ciudad hasta los paseos en bicicleta, eran asuntos del pasado.

Nada que ver con la persona de ahora, con el ermitaño que trataba de evitar el contacto con los amigos con los que antes compartía, cuando no estaba en el trabajo y los cuales le ayudaban a sobre llevar la soledad que desde siempre le había pertenecido.

En el verano que se había marchado sin decir adiós, apenas salió a la calle, echándole la culpa al calor extremo y a sus dolencias, en el fondo sabía que no era ni lo uno ni lo otro, se trataba de otro elemento que lo mantenía desconectado del mundo exterior.
Sin darse cuenta el otoño arribó y se sintió tan culpable por no haber vivido el verano como se debe vivir: con intensidad y con ilusiones frescas.
Ahora la realidad que tenia de frente a sus narices era otra, era una realidad llamada invierno.

Eran las once de la noche y no parecía que existía indicio que revelará que pararía de nevar.
El apartamento era cómodo, suficiente para él, no necesitaba de tanto espacio, con una habitación le bastaba, al igual que una pequeña cocina.
La pensión que recibía por la lesión que le había imposibilitado seguir trabajando le bastaba para subsistir, para pagar la renta del apartamento y para comprar sus alimentos, aunque a menudo tenia que recurrir al banco de comida para compensar lo que no podía comprar.

A cambio de la pensión tuvo que sacrificar su espalda, la cual, principalmente en los días de invierno le molestaba de sobre manera con punzantes dolores.
Esa es la herencia que le dejó el trabajo en una fábrica de muebles por veinticinco años, hasta que un día su espalda crujió y no pudo más.
Se acostumbró al dolor con una asombrosa naturalidad, habiéndose hartado de visitar especialistas y de hacer terapias para reducir sus dolencias, que al final nunca funcionaron.

Sin embargo, los dolores que no le dejaban en paz eran los recuerdos y tantas cosas que había dejado sin resolver, desde que había salido de su pequeña aldea en El Salvador, muchos años atrás huyendo de una cruenta guerra civil que nunca entendió.

Desde aquel entonces nunca regresó al país que lo vio nacer, sin saberlo, perdió el contacto con su familia, con sus amigos y se metió en el mundo del trabajo, comprometido al máximo con lograr el sueño canadiense y ser “alguien en la vida”. Así tuviese que sacrificar todo, incluyendo una vida pasada, lo cierto es que no estaba dispuesto con regresar la mirada atrás. Cosa que logró hacer por buen tiempo, hasta que los últimos años arribaron vaciladores y se puso a sopesar la balanza, obteniendo un saldo de soledad en su contra.

Se decidió por vivir enclaustrado en el pequeño apartamento, era mejor así, no se sentía capaz de hablar con alguien y sus salidas eran toda una aventura y las cuales se limitaban al supermercado, al banco de comida y a la biblioteca, todo en el mismo radio, a escasa distancia de su apartamento.
Se preparó un café para exorcizar sus emociones y regresó a la ventana, donde tenía una mesita con una planta que se había resistido a pasar a mejor vida, a pesar del descuido de su dueño y la cual era la única compañía viviente que tenía.

Recordó su primer encuentro con la nieve y la emoción que le causó la primera nevada ¡como ha pasado el tiempo!
Como olvidar la primera vez que pisó suelo canadiense, como olvidar aquel choque cultural que experimentó y aquel inmisericorde miedo de no saber en qué se había metido al venir a este país. Si, él que había nacido en una pequeña aldea donde no circulaban coches, donde el machete era el mejor amigo que se podía tener, al igual que la azada para labrar la tierra, hasta que la guerra civil tiñó todo de sangre y tuvo que dejar el pequeño pueblo para trasladarse a San Salvador, una ciudad vapuleada por la miseria y por la marcada diferencia de clases.

Allí hizo de todo para ganarse la vida; trabajó vendiendo refrescos en la calle y frutas en los mercados capitalinos y cobrando los pasajes en autobuses urbanos. Llevando a cabo este último trabajo fue cuando se enfrentó a la muerte, cuando se vio en medio de un tiroteo entre el ejercito y un comando de guerrilleros en pleno mercado central de la ciudad de San Salvador, el autobús con setenta pasajeros abordo simplemente circulaba a la hora incorrecta y en el lugar equivocado, viéndose bañado por un intercambio de disparos entre ambas fuerzas.

Recibió el impacto de siete tiros que lo llevaron a caminar por los umbrales de la muerte y después de tres meses en coma, un día cualquiera simplemente abrió los ojos y volvió a renacer.
En aquellos entonces Canadá abrió sus puertas a miles de personas que sufrieron el horror de la sangrienta guerra civil y su caso fue mas que evidente y sin esperarlo, y gracias a la ayuda de una organización humanitaria internacional, pudo dejar El Salvador para lanzarse en la aventura de su vida.

Así fue como su existencia dio un giro espectacular y sin nunca haberlo imaginado terminó viviendo en una de las ciudades más diversas del mundo ¿Quién lo diría? De la pequeña aldea en El Salvador a Toronto.
Aquella fría noche de invierno, estaba dispuesto a dar todo lo que poseía en la vida, aunque todo componía un reducido grupo de elementos físicos, no así las experiencias que había acumulado en su paso por este mundo, si las cuales se pudieran cuantificar, serian infinitas y no tendrían precio. 

La verdad es que estaba dispuesto a entregar todo por regresar a la pequeña aldea que había dejado, convencido de que nunca regresaría, daría todo por caminar por las calles de tierra, por limpiar su milpa y por jugar un partido de fútbol con sus amigos en el campo sin grama del pueblo, pero, sobre todas las cosas, daría todo por volver al lado de su madre,  por ver a sus hermanos y por decir “lo siento” por haber desaparecido de sus vidas.
No obstante, era muy tarde, no era capaz de abordar el primer avión y emprender el regreso ¿Qué diría su madre? ¿Su familia? Aunque dudaba que su madre viviera y era muy posible que de la pequeña aldea no quedara rastro alguno.

No, simplemente no podía regresar a El Salvador, no tenía el valor moral para encontrarse con su pasado. Era mejor dejar todo como estaba, era mejor seguir viviendo en la misma soledad.
La cafeína ya no le causaba ningún efecto, terminó su café y se fue a la cama.
En los últimos años había descubierto un mundo distinto en los libros que prestaba en la biblioteca.
Nunca fue un fanático de la literatura, en El Salvador  solamente pudo llegar hasta el cuarto grado de primaria y luego tuvo que dedicarse en cuerpo y alma a trabajar en el campo, dejando los estudios atrás, a duras penas aprendió a leer y a escribir.

Después que sufrió su lesión en la espalda, se había refugiado en la biblioteca local habiendo encontrado en la sección de libros en español el perfecto escape que tanto estaba buscando.
Al principio le costó mucho seguir el hilo de las historias que leía, le costó  entender las palabras, pero a medida que fue leyendo, su entendimiento se fue liberando y su mente se abrió por completo a un mundo fantástico.
Estaba leyendo una recopilación de cuentos de Mario Benedetti, vivía  cada línea que sus pupilas archivaban y cada cuento que terminaba lo dejaba con un exquisito sabor de boca.

Sus ojos querían cerrarse, las agujas del reloj anunciaban que otro día se había esfumado y que el calendario seguía avanzando desdeñado.
Luchó contra el sueño, porque sabia que al momento de caer en el mismo, las típicas pesadillas que le traían a su cama todos los fantasmas de sus vidas pasadas aparecerían. Estaba a salvo con sus libros, se sentía seguro y resguardado, no había porque temer, nada malo podía pasar teniendo a su lado las historias que leía.
Se aferró a los cuentos de Benedetti, como un náufrago se aferra a su balsa en medio del océano.
No pudo mas, era la hora de dormir, se levantó una vez mas, se dirigió hasta la ventana, la nieve seguía cayendo, se sintió tan solo y regresó a la cama, cerró sus ojos y todo se acabó. 

Toronto, 3 de febrero, 2014