A todas esas almas
solitarias, que de alguna u otra manera se han ajado en un destierro olvidado.
Se acercó a la ventana y
corroboró lo que presentía, nevaba intensamente en la ciudad y no parecía que
pararía.
Desde que años atrás se
había deslizado en el hielo accidentalmente y fracturado su tobillo, no había
vuelto a ser el mismo de antes, sumado a la perpetua lesión en su espalda, las
actividades físicas que siempre le habían gustado practicar y que iban desde
extensas caminatas por las calles de la ciudad hasta los paseos en bicicleta, eran
asuntos del pasado.
Nada que ver con la
persona de ahora, con el ermitaño que trataba de evitar el contacto con los
amigos con los que antes compartía, cuando no estaba en el trabajo y los cuales
le ayudaban a sobre llevar la soledad que desde siempre le había pertenecido.
En el verano que se
había marchado sin decir adiós, apenas salió a la calle, echándole la culpa al
calor extremo y a sus dolencias, en el fondo sabía que no era ni lo uno ni lo
otro, se trataba de otro elemento que lo mantenía desconectado del mundo
exterior.
Sin darse cuenta el
otoño arribó y se sintió tan culpable por no haber vivido el verano como se
debe vivir: con intensidad y con ilusiones frescas.
Ahora la realidad
que tenia de frente a sus narices era otra, era una realidad llamada invierno.
Eran las once de la
noche y no parecía que existía indicio que revelará que pararía de nevar.
El apartamento era
cómodo, suficiente para él, no necesitaba de tanto espacio, con una habitación
le bastaba, al igual que una pequeña cocina.
La pensión que recibía
por la lesión que le había imposibilitado seguir trabajando le bastaba para
subsistir, para pagar la renta del apartamento y para comprar sus alimentos,
aunque a menudo tenia que recurrir al banco de comida para compensar lo que no
podía comprar.
A cambio de la pensión
tuvo que sacrificar su espalda, la cual, principalmente en los días de invierno
le molestaba de sobre manera con punzantes dolores.
Esa es la herencia que le
dejó el trabajo en una fábrica de muebles por veinticinco años, hasta que un
día su espalda crujió y no pudo más.
Se acostumbró al dolor
con una asombrosa naturalidad, habiéndose hartado de visitar especialistas y de
hacer terapias para reducir sus dolencias, que al final nunca funcionaron.
Sin embargo, los dolores
que no le dejaban en paz eran los recuerdos y tantas cosas que había dejado sin
resolver, desde que había salido de su pequeña aldea en El Salvador, muchos
años atrás huyendo de una cruenta guerra civil que nunca entendió.
Desde aquel entonces
nunca regresó al país que lo vio nacer, sin saberlo, perdió el contacto con su
familia, con sus amigos y se metió en el mundo del trabajo, comprometido al
máximo con lograr el sueño canadiense y ser “alguien en la vida”. Así tuviese
que sacrificar todo, incluyendo una vida pasada, lo cierto es que no estaba
dispuesto con regresar la mirada atrás. Cosa que logró hacer por buen tiempo,
hasta que los últimos años arribaron vaciladores y se puso a sopesar la
balanza, obteniendo un saldo de soledad en su contra.
Se decidió por vivir
enclaustrado en el pequeño apartamento, era mejor así, no se sentía capaz de
hablar con alguien y sus salidas eran toda una aventura y las cuales se
limitaban al supermercado, al banco de comida y a la biblioteca, todo en el
mismo radio, a escasa distancia de su apartamento.
Se preparó un café para
exorcizar sus emociones y regresó a la ventana, donde tenía una mesita con una
planta que se había resistido a pasar a mejor vida, a pesar del descuido de su
dueño y la cual era la única compañía viviente que tenía.
Recordó su primer
encuentro con la nieve y la emoción que le causó la primera nevada ¡como ha
pasado el tiempo!
Como olvidar la primera
vez que pisó suelo canadiense, como olvidar aquel choque cultural que
experimentó y aquel inmisericorde miedo de no saber en qué se había metido al
venir a este país. Si, él que había nacido en una pequeña aldea donde no
circulaban coches, donde el machete era el mejor amigo que se podía tener, al
igual que la azada para labrar la tierra, hasta que la guerra civil tiñó todo
de sangre y tuvo que dejar el pequeño pueblo para trasladarse a San Salvador,
una ciudad vapuleada por la miseria y por la marcada diferencia de clases.
Allí hizo de todo para ganarse la vida;
trabajó vendiendo refrescos en la calle y frutas en los mercados capitalinos y
cobrando los pasajes en autobuses urbanos. Llevando a cabo este último trabajo
fue cuando se enfrentó a la muerte, cuando se vio en medio de un tiroteo entre
el ejercito y un comando de guerrilleros en pleno mercado central de la ciudad
de San Salvador, el autobús con setenta pasajeros abordo simplemente circulaba
a la hora incorrecta y en el lugar equivocado, viéndose bañado por un
intercambio de disparos entre ambas fuerzas.
Recibió el impacto de
siete tiros que lo llevaron a caminar por los umbrales de la muerte y después
de tres meses en coma, un día cualquiera simplemente abrió los ojos y volvió a
renacer.
En aquellos entonces Canadá
abrió sus puertas a miles de personas que sufrieron el horror de la sangrienta
guerra civil y su caso fue mas que evidente y sin esperarlo, y gracias a la
ayuda de una organización humanitaria internacional, pudo dejar El Salvador
para lanzarse en la aventura de su vida.
Así fue como su existencia
dio un giro espectacular y sin nunca haberlo imaginado terminó viviendo en una
de las ciudades más diversas del mundo ¿Quién lo diría? De la pequeña aldea en
El Salvador a Toronto.
Aquella fría noche de
invierno, estaba dispuesto a dar todo lo que poseía en la vida, aunque todo
componía un reducido grupo de elementos físicos, no así las experiencias que había
acumulado en su paso por este mundo, si las cuales se pudieran cuantificar,
serian infinitas y no tendrían precio.
La verdad es que estaba dispuesto a
entregar todo por regresar a la pequeña aldea que había dejado, convencido de
que nunca regresaría, daría todo por caminar por las calles de tierra, por
limpiar su milpa y por jugar un partido de fútbol con sus amigos en el campo
sin grama del pueblo, pero, sobre todas las cosas, daría todo por volver al
lado de su madre, por ver a sus hermanos
y por decir “lo siento” por haber desaparecido de sus vidas.
No obstante, era muy
tarde, no era capaz de abordar el primer avión y emprender el regreso ¿Qué
diría su madre? ¿Su familia? Aunque dudaba que su madre viviera y era muy
posible que de la pequeña aldea no quedara rastro alguno.
No, simplemente no podía regresar
a El Salvador, no tenía el valor moral para encontrarse con su pasado. Era
mejor dejar todo como estaba, era mejor seguir viviendo en la misma soledad.
La cafeína ya no le
causaba ningún efecto, terminó su café y se fue a la cama.
En los últimos años había
descubierto un mundo distinto en los libros que prestaba en la biblioteca.
Nunca fue un fanático de la literatura, en El
Salvador solamente pudo llegar hasta el
cuarto grado de primaria y luego tuvo que dedicarse en cuerpo y alma a trabajar
en el campo, dejando los estudios atrás, a duras penas aprendió a leer y a
escribir.
Después que sufrió su lesión en la espalda, se
había refugiado en la biblioteca local habiendo encontrado en la sección de
libros en español el perfecto escape que tanto estaba buscando.
Al principio le costó
mucho seguir el hilo de las historias que leía, le costó entender las palabras, pero a medida que fue
leyendo, su entendimiento se fue liberando y su mente se abrió por completo a
un mundo fantástico.
Estaba leyendo una
recopilación de cuentos de Mario Benedetti, vivía cada línea que sus pupilas archivaban y cada
cuento que terminaba lo dejaba con un exquisito sabor de boca.
Sus ojos querían
cerrarse, las agujas del reloj anunciaban que otro día se había esfumado y que
el calendario seguía avanzando desdeñado.
Luchó contra el sueño,
porque sabia que al momento de caer en el mismo, las típicas pesadillas que le
traían a su cama todos los fantasmas de sus vidas pasadas aparecerían. Estaba a
salvo con sus libros, se sentía seguro y resguardado, no había porque temer,
nada malo podía pasar teniendo a su lado las historias que leía.
Se aferró a los cuentos
de Benedetti, como un náufrago se aferra a su balsa en medio del océano.
No pudo mas, era la hora
de dormir, se levantó una vez mas, se dirigió hasta la ventana, la nieve seguía
cayendo, se sintió tan solo y regresó a la cama, cerró sus ojos y todo se
acabó.
Toronto, 3 de febrero,
2014