martes, 12 de noviembre de 2013

Esa gran manzana




Un par de semanas atrás cruzamos el espacio aéreo entre Canadá y los Estados Unidos con Shoshannah, el destino se llamaba Nueva York, esa ciudad de la que tanto había visto en películas, en teleseries y que es una especie de icono en la lista de sitios que se deben visitar a nivel mundial.

Los que me conocen saben muy bien que nunca he rendido culto a la cultura estadounidense, es más; desde siempre he estado en contra de sus políticas internacionales, así como, he estado en contra de las numerosas invasiones militares que han llevado a cabo, valiéndose en argumentos que ni ellos mismos se creen, con tal de perseguir su avance económico y en aras de expandir su imperio.

Crecí condenando el bloqueo contra Cuba o la participación directa del gobierno de los Estados Unidos en el asesinato de Salvador Allende en Chile, así como la presencia militar en la base de Palmerola, en la ciudad de Comayagua en el centro de Honduras, usando la excusa de combatir el narcotráfico, cuando lo que había detrás era un campo de entrenamiento de paramilitares para contrarrestar la lucha revolucionaria en Centroamérica en los años 80’s.

Pasaron los años, se acabaron las guerras civiles en Centroamérica y sin embargo, la base militar de Palmerola se quedó ahí, ocupando una basta zona geográfica del fértil valle de Comayagua.
Lo irónico del asunto es que la base militar de Palmerola, cuenta con un moderno aeropuerto, capaz de recibir en su enorme pista aviones de gran tamaño, pero, exclusivamente de uso militar, dejando a los hondureños la única opción de usar el temerario aeropuerto de Toncontín en Tegucigalpa, uno de los mas peligrosos del mundo, por la zona montañosa donde se encuentra y para ponerle la tapa al pomo, ubicado en pleno casco urbano de una ciudad que ha crecido sin ningún orden.

La distancia entre Tegucigalpa y Comayagua (donde se ubica la base militar de Palmerola) es de solamente setenta kilómetros y a pesar de varios esfuerzos el aeropuerto sigue siendo controlado por el ejercito estadounidense y la alicaída fuerza hondureña. Dejando así, las miles de personas que aterrizan en Tegucigalpa, en manos de la gracia divina.

Durante buen tiempo me encerré a la idea de que todo era malo en ese poderoso país. Sin darme cuenta fui cayendo en ese error tan común que los seres humanos cometemos, llamado ‘generalizar’ y adoptando ese injusto poder de juzgar a los demás.
Creo que no hay nada como viajar, adentrarse en las arterias de las culturas, mezclarse con la gente y sentir el palpitar de esos sitios donde solo estamos de paso, como elementos deambulatorios que desafortunadamente tienen que regresar a sus nichos.



Con Shoshannah, siempre nos hemos autodenominado como los ‘anti turistas’, pasando muchas veces de las actividades o mejor dicho de las visitas a sitios que son emblemáticos y que al mismo tiempo están llenos de visitantes.
Así que, no visitamos la Estatua de la Libertad o el Empire State Building, entre otras atracciones que ofrece la gran manzana o perdimos el tiempo en Times Square.  

Pasamos de las actividades típicas que los turistas realizan en Nueva York y nos dedicamos a recorrer esa inmensa metrópolis con toda la parsimonia de este mundo, a pesar de no tener mucho tiempo en nuestras manos.

Todo lo que había visto en el cine, en revistas o en la pantalla chica sobre Nueva York se quedó corto. Es una ciudad que nunca descansa, que siempre está andando a un compás demoledor.
Caminamos por Central Park, por Manhattan, visitamos la zona cero, donde un día se levantaron las dos imponentes torres gemelas y donde otras torres con mayor altura están siendo edificadas, como una muestra de poderío, ante el derribo de las primeras torres.

Me sentí mal por las miles de personas que perdieron sus vidas en el atentado del 11 de septiembre del 2001 ( muchos de ellos latinos),  pero, también pensé en los cientos de miles de personas, que han dejado de existir gracias a las guerras sacadas desde la nada por los Estados Unidos y llevadas a cabo en territorios tan distantes de su propio suelo.

Deambulamos por las calles del mítico barrio de Harlem y nos dejamos enamorar por Brooklyn, donde pasamos mucho tiempo, haciendo planes a futuro en compañía de un café y compartiendo con amigos.

Los vagones del metro es un despliegue de personajes, de artistas que buscan realizar sus sueños y otros rostros que se notan tan cansados y desencantados de vivir en una ciudad tan frenética, en una ciudad donde solo sobrevive el más fuerte y donde la competencia es tan voraz, que se puede tragar de un bocado, incluso a los sueños de los mas positivos.

Quizás una de las cosas que más me encantó de Nueva York es el haber sido testigo que nuestro idioma español esta tan enraizado en los ejes centrales que sostienen a toda la ciudad, no hay algún rincón donde no se escuche una frase en español.
Nuestra cultura hispana esta tan presente y aunque estoy más que seguro, que a pesar de las miles de barreras qué han tenido que sortear los inmigrantes hispanos, han conseguido abrirse un hueco entre tantas culturas latentes en la gran manzana.

Los cuatro días que pasamos en Nueva York, fueron insuficientes, se necesitan meses, quizás años para llegar a conocer esta delicia de ciudad, que ha sido fruto de la inmigración y  donde se conglomeran tantas culturas, con personajes que solo pueden existir en sus calles, al igual que en algún film de Woody Allen, en alguna canción de Frank Sinatra o en algún libro de Paul Auster.

Regresamos a Toronto cansados de tanto caminar, pero con el sabor en la boca de haber conocido una de las ciudades más impresionantes del mundo y con la lección de vida que no se puede generalizar a toda una cultura.
 Nueva York me enseñó un Estados Unidos que creía que no existía, un país más vanguardista y en el cual la cultura esta tan presente y no como yo pensaba; donde todo tiene que ver con hamburguesas, centros comerciales, comida chatarra, Tommy Hilfiger, el auto con el cilindraje mas potente, fox news y los republicanos.

Toronto, 12 de noviembre, 2013