Un par
de semanas atrás cruzamos el espacio aéreo entre Canadá y los Estados Unidos
con Shoshannah, el destino se llamaba Nueva York, esa ciudad de la que tanto había
visto en películas, en teleseries y que es una especie de icono en la lista de
sitios que se deben visitar a nivel mundial.
Los
que me conocen saben muy bien que nunca he rendido culto a la cultura estadounidense,
es más; desde siempre he estado en contra de sus políticas internacionales, así
como, he estado en contra de las numerosas invasiones militares que han llevado
a cabo, valiéndose en argumentos que ni ellos mismos se creen, con tal de
perseguir su avance económico y en aras de expandir su imperio.
Crecí
condenando el bloqueo contra Cuba o la participación directa del gobierno de
los Estados Unidos en el asesinato de Salvador Allende en Chile, así como la
presencia militar en la base de Palmerola, en la ciudad de Comayagua en el
centro de Honduras, usando la excusa de combatir el narcotráfico, cuando lo que
había detrás era un campo de entrenamiento de paramilitares para contrarrestar
la lucha revolucionaria en Centroamérica en los años 80’s.
Pasaron
los años, se acabaron las guerras civiles en Centroamérica y sin embargo, la base
militar de Palmerola se quedó ahí, ocupando una basta zona geográfica del
fértil valle de Comayagua.
Lo
irónico del asunto es que la base militar de Palmerola, cuenta con un moderno
aeropuerto, capaz de recibir en su enorme pista aviones de gran tamaño, pero,
exclusivamente de uso militar, dejando a los hondureños la única opción de usar
el temerario aeropuerto de Toncontín en Tegucigalpa, uno de los mas peligrosos
del mundo, por la zona montañosa donde se encuentra y para ponerle la tapa al
pomo, ubicado en pleno casco urbano de una ciudad que ha crecido sin ningún
orden.
La
distancia entre Tegucigalpa y Comayagua (donde se ubica la base militar de
Palmerola) es de solamente setenta kilómetros y a pesar de varios esfuerzos el
aeropuerto sigue siendo controlado por el ejercito estadounidense y la alicaída
fuerza hondureña. Dejando así, las miles de personas que aterrizan en
Tegucigalpa, en manos de la gracia divina.
Durante
buen tiempo me encerré a la idea de que todo era malo en ese poderoso país. Sin
darme cuenta fui cayendo en ese error tan común que los seres humanos
cometemos, llamado ‘generalizar’ y adoptando ese injusto poder de juzgar a los
demás.
Creo
que no hay nada como viajar, adentrarse en las arterias de las culturas,
mezclarse con la gente y sentir el palpitar de esos sitios donde solo estamos
de paso, como elementos deambulatorios que desafortunadamente tienen que
regresar a sus nichos.
Con
Shoshannah, siempre nos hemos autodenominado como los ‘anti turistas’, pasando
muchas veces de las actividades o mejor dicho de las visitas a sitios que son
emblemáticos y que al mismo tiempo están llenos de visitantes.
Así
que, no visitamos la Estatua de la Libertad o el Empire State Building, entre
otras atracciones que ofrece la gran manzana o perdimos el tiempo en Times
Square.
Pasamos
de las actividades típicas que los turistas realizan en Nueva York y nos
dedicamos a recorrer esa inmensa metrópolis con toda la parsimonia de este
mundo, a pesar de no tener mucho tiempo en nuestras manos.
Todo
lo que había visto en el cine, en revistas o en la pantalla chica sobre Nueva
York se quedó corto. Es una ciudad que nunca descansa, que siempre está andando
a un compás demoledor.
Caminamos
por Central Park, por Manhattan, visitamos la zona cero, donde un día se
levantaron las dos imponentes torres gemelas y donde otras torres con mayor
altura están siendo edificadas, como una muestra de poderío, ante el derribo de
las primeras torres.
Me
sentí mal por las miles de personas que perdieron sus vidas en el atentado del
11 de septiembre del 2001 ( muchos de ellos latinos), pero, también pensé en los cientos de miles de
personas, que han dejado de existir gracias a las guerras sacadas desde la nada
por los Estados Unidos y llevadas a cabo en territorios tan distantes de su
propio suelo.
Deambulamos
por las calles del mítico barrio de Harlem y nos dejamos enamorar por Brooklyn,
donde pasamos mucho tiempo, haciendo planes a futuro en compañía de un café y
compartiendo con amigos.
Los
vagones del metro es un despliegue de personajes, de artistas que buscan
realizar sus sueños y otros rostros que se notan tan cansados y desencantados
de vivir en una ciudad tan frenética, en una ciudad donde solo sobrevive el más
fuerte y donde la competencia es tan voraz, que se puede tragar de un bocado,
incluso a los sueños de los mas positivos.
Quizás
una de las cosas que más me encantó de Nueva York es el haber sido testigo que
nuestro idioma español esta tan enraizado en los ejes centrales que sostienen a
toda la ciudad, no hay algún rincón donde no se escuche una frase en español.
Nuestra
cultura hispana esta tan presente y aunque estoy más que seguro, que a pesar de
las miles de barreras qué han tenido que sortear los inmigrantes hispanos, han
conseguido abrirse un hueco entre tantas culturas latentes en la gran manzana.
Los
cuatro días que pasamos en Nueva York, fueron insuficientes, se necesitan
meses, quizás años para llegar a conocer esta delicia de ciudad, que ha sido
fruto de la inmigración y donde se
conglomeran tantas culturas, con personajes que solo pueden existir en sus
calles, al igual que en algún film de Woody Allen, en alguna canción de Frank
Sinatra o en algún libro de Paul Auster.
Regresamos
a Toronto cansados de tanto caminar, pero con el sabor en la boca de haber
conocido una de las ciudades más impresionantes del mundo y con la lección de
vida que no se puede generalizar a toda una cultura.
Toronto,
12 de noviembre, 2013