El tiempo pasa de una manera brutal. En un abrir y cerrar de ojos, te
encuentras en otra dimensión y enfrentando nuevos retos. Así es la vida, capaz
de cambiar el giro de todo con un simple soplo.
Me pasa que semanas atrás estaba deslizándome en mi bicicleta por las
calles de Toronto en dirección al sur de la ciudad. Ahora, la página ha dado
vuelta y me dirigo cada mañana al norte, eso si, el frío se ha dejado venir y
el panorama caluroso que nos regalaba el verano ha desaparecido del firmamento.
Después de estar trabajando en una huerta comunitaria, con personas que
me han enseñado tantas lecciones de vida, me he visto en un vuelo en primera
clase rumbo a Perú para emprender un nuevo proyecto.
Hace una semana regresé del país sudamericano con la enorme deuda sobre
los hombros de conocer más sobre el mismo. El tiempo me quedo corto y no pude
descubrir la cultura de los cafés, de las plazuelas y los mercados artesanales.
Mis recorridos se limitaron de mi habitación de hotel a mi trabajo y viceversa
y solamente tuve un día para caminar por Lima y un día no es suficiente para
descifrar los misterios de las ciudades.
En fin, al menos me volví a encontrar con los aeropuertos que tanto amo,
con las largas esperas para conectarme con otro vuelo, me encontré con los
rostros de los viajeros, con las miradas cansadas y tomé innumerables cafés en
compañía de mi computadora para matar el tiempo.
Pero, regresando al tema de cambio de vidas; ahora estoy metido en otro
mundo, alejado sustancialmente del campo social que tanto me apasiona y en vez
de traducir para inmigrantes recién llegados a Canadá, ahora traduzco para
empresarios. Los términos lingüísticos al igual que las historias de vida que
ahora tengo de frente son tan distintas a las historias a las que sin quererlo
me había acostumbrado.
Estar en una oficina ocho horas al día mirando fijamente el monitor de
una computadora no es tarea fácil, he empezado a extrañar los vegetales que
sembraba, los colores de la huerta y a Paolo, el mítico vejestorio italiano de
algunos ochenta años que siempre me servía un café con una sonrisa un tanto
gastada en mi cafetería favorita en la ciudad.
Sin embargo, soy un ferviente creyente que la vida es una especie de
ruleta rusa, donde cada día algo sucede y no queda de otra que acoplarse a los
vientos que soplan. Al final todo lo que queda es experiencia y más historias
que contar.
Lo cierto es que cambié de ambiente y otro mundo se está abriendo ante
mis ojos. Por lo pronto ahí voy, encontrando la dichosa locura y al mismo
tiempo paz en los elementos que varios no entienden; conducir mi bicicleta con
menos tres grados centígrados, correr en una esplendorosa mañana de otoño con
las calles de la ciudad forradas de hojas o simplemente disfrutando de un café
y una platica sobre proyectos futuros en compañía de Shoshannah.
A veces nos preocupamos por tantas cosas y al final lo único que importa
es el hecho puro de respirar al despertar.
En tres días estaré nuevamente en el aeropuerto, pero esta vez el
destino se llama Honduras. No puedo esperar por encontrarme con un millón de
cosas que me hacen ser quien verdaderamente soy y seguramente estaré
escribiendo sobre eso.
Por lo pronto me quedo con la pantalla de mi computadora, con un centenar
de correos electrónicos que tengo pendiente por escribir y una tarde oscura que
no da indicios de claridad, mientras que en mi estómago se forma un nudo debido
a la emoción por emprender el regreso a casa.
Toronto,
6 de noviembre.