" Shoshannah siempre me ha dicho que tengo una buena
memoria para recordar historias, personas, paisajes y los mas ínfimos detalles
de algunas situaciones.
Sin embargo, mi memoria es una contradicción
absoluta, porque soy fatal recordando números, direcciones y nombres propios.
Lo cierto es que tengo tan presente en mi memoria la
imagen de un pequeño pueblito que fue borrado por el paso violento del Huracán
Mitch, llamado Río Abajo y que se ubicaba entre El Progreso y Tela, en la costa
norte hondureña.
Si mi ‘dichosa’ memoria no me falla, creo que fue en
1989, cuando mi madre me comunicó que nos íbamos a vivir a la pequeña aldea, ya
que la abuela que en paz descanse estaba mal de salud.
Con mis nueve años aquella noticia no me hizo mucha
gracia, sabía muy bien lo que representaba vivir en la aldea.
Por lo
general una vez al año íbamos a visitar a la abuela desde Tegucigalpa y llegar
a Río Abajo era toda una aventura.
Primero, tomábamos un bus de la empresa de
transporte llamada Los Norteños hasta llegar a San Pedro Sula, luego otro bus
de la empresa Catisa para llegar a El Progreso, no sin antes hacer una escala
en La Lima y finalmente el último bus que de El Progreso nos llevaba a Rio
Abajo.
Después de una media hora de recorrido el bus
abandonaba la carretera asfaltada y era el momento de circular por una calle de
tierra, de cruzar ríos cristalinos y de recorrer por los sembradíos de bananos
y de palma africana.
El bus paraba a placer en cada pequeña aldea para
bajar y subir pasajeros. Siempre me gustaba ir en la ventana para ser testigo
de los paisajes que cruzaban por mis ojos.
Mi madre, tenía la costumbre de dormirse en los
buses, no obstante siempre se despertaba cuando nos acercábamos a nuestro
destino sin ayuda de algún reloj despertador.
No sé cuántas personas
vivían en Río Abajo, pero, no eran muchas y la aldea carecía de electricidad y
agua potable.
La finca de los abuelos
se ubicaba justamente después de cruzar un puente gigantesco, el cual era una
estructura de madera que había aguantado ciclones, huracanes y tantas tormentas
tropicales, pero, que al final no pudo ante Mitch y cayó derribado ante la
voracidad de aquel huracán que se convirtió en una feroz tormenta tropical y que partió el país en un millón
de fragmentos.
Según me contaba mi mamá:
la aldea en la época en que las compañías estadounidenses operaban en la zona
era otra historia, las aldeas tenían vida y se respiraba otra atmósfera (esa es
la percepción de mi madre, voy obviar por un momento las injusticias que
practicaron las famosas compañías bananeras en Honduras).
Lo que quedaba en la
aldea solamente eran bosquejos borrosos de lo que un día fue; casas de dos
pisos de madera que estaban siendo carcomidas por la polilla inclemente del
paso del tiempo.
Mis abuelos vivían una
vida, si se puede decir tranquila, comparado con el resto de los habitantes,
que en su mayoría se ahogaban en las aguas de la miseria.
Mi abuelo era un hombre
serio, que muy rara vez se reía y que desde siempre había trabajado en el
campo, era muy ordenado y limpio, y a pesar de no saber leer ni escribir tenía
una mente prodigiosa, aplicaba las matemáticas puras, esas que se aprenden en
la vida misma, para hacer sus cuentas.
Salía muy de mañana con
su machete, sus botas de hule y su cumbo de agua a trabajar al monte. Mientras
tanto mi abuela que había perdido la vista antes de que yo naciera se quedaba
en casa supervisando que la empleada doméstica limpiara de la mejor manera.
Dice mi madre que a la
abuela siempre le faltó un tornillo y cuando perdió la vista la cosa fue peor.
Se pasaba el día
escuchando grabaciones de pastores evangélicos en una vieja radio, que sonaban
tan amenazantes anunciando que el fin del mundo estaba muy cerca y que todos
los pecadores se irían al infierno.
Vivía obsesionada con que
la casa estuviera limpia, como no podía mirar, se quitaba una de sus chanclas
de hule y ponía su pie descalzo en el suelo para cerciorarse que la empleada
que le hacia las labores domésticas había barrido bien los pisos.
Mi abuelo trabajaba de
sol a sol para complacer los caprichos de la abuela y aunque no podía ver, fue
la primera en tener un televisor en blanco y negro en la aldea, el cual
funcionaba con una batería de carro. Ahora que lo pienso me parece increíble que
esto pasó en 1989.
Mi madre consiguió una
plaza de maestra en la escuela de la aldea, a la cual asistí durante los seis
meses en que vivimos en Rio Abajo, mientras la abuela se recuperaba de sus
convalecencias.
Mi vida cambió
radicalmente, del bullicio de la ciudad pase a la tranquilidad de la remota
aldea.
Las primeras semanas
lloraba en mi cama suplicándole a mi madre por regresar a Tegucigalpa. No me
hacía a la idea de vivir sin electricidad, de bajar al río que quedaba a un par
de metros de la casa para tomar una ‘ducha’ y de apagar el televisor a las
siete de la noche por dos motivos: para ahorrar la energía de la batería y
porque el ruido molestaba a la abuela.
Lo peor era en horas de
la noche, cuando los dos perros que tenían mis abuelos no paraban de ladrar y
corrían por el gigantesco patio de la casa. A aquellos ladridos también se sumaba
el tropel de caballos que pasaban en la madrugada galopando misteriosamente en
la oscuridad.
Creo que mi madre también
sentía miedo, aunque nunca me lo ha confesado.
Odiaba la escuela y
odiaba aquel mundo tan simple. Lo único que me mantuvo a flote fue la esperanza
de regresar a Tegucigalpa.
Veinticuatro años
después, he vuelto a recordar aquella aventura y como suele suceder con el paso
del tiempo, miro el asunto desde otra perspectiva.
Aquellos meses que pase
en Río Bajo me dejaron tantas lecciones de vida, me enseñaron a refugiarme en
mi imaginación para entretenerme, aprendí a nadar en aquel huraño río, que se
desbordó con el huracán Mitch, llevándose consigo casas, animales, cosechas,
puentes y varias vidas de personas condenadas a vivir en la pobreza.
Según supimos por
conocidos la casa de los abuelos se fue con el río y después del paso de Mitch
la pequeña aldea fue borrada del mapa. Sus habitantes se fueron a otras aldeas
vecinas donde el daño no fue tan severo.
Po suerte seis años antes
de que el huracán Mitch golpeara con toda su violencia el país, mi abuelo había
fallecido y mi abuela se vio en la obligación de vender la casa y la finca para
mudarse con nosotros.
Fue hasta mi primer año
de universidad cuando leí Cien Años de Soledad, obra celebre del Gabo y me fue
imposible el no recordar la pequeña aldea donde mi madre había nacido al leer
sobre Macondo; ese fascinante pueblo creado por el Gabo a imagen y semejanza de
esa realidad que se respira en varios poblados de Latinoamérica, esa realidad
que a veces parece ser tan fantasmal.
Lo cierto es que tengo
tan fresco el recuerdo de Río Abajo, recuerdo la casa de los abuelos, los
naranjales, el olor a cacao al secarse y cuando fuimos al velorio de un
habitante de la aldea que había sido baleado a tiros por un lio de faldas, creo
que nunca voy a olvidar aquella imagen de aquel hombre tirado sobre un petate
con cuatro candelas en cada esquina sobre un piso de tierra, vestía una camisa
blanca, pantalón negro y botas, tenía cubierto sus odios y sus fosas nasales por
algodón, al igual que su boca.
Las personas lloraban, varias mujeres gritaban y
sentí un dolor de estómago muy intenso. Le supliqué a mi madre que dejáramos el
velatorio, mi madre aceptó y juntos caminamos por las calles de tierra en un
silencio sepulcral y con una oscuridad que se iluminaba un poquito con la luz
de un viejo foco de mano que alumbraba nuestro camino.
Estábamos cruzando el
puente en una oscuridad tan amenazante, cuando mi madre me agarro de la mano y me
dijo ‘pronto nos iremos a casa’ luego me besó la frente y escuchamos el ladrido
de los perros y el murmullo de las aguas del río que parecía tan sereno".
Toronto, 7 agosto, 2013