miércoles, 7 de agosto de 2013

Mi Macondo Hondureño


" Shoshannah siempre me ha dicho que tengo una buena memoria para recordar historias, personas, paisajes y los mas ínfimos detalles de algunas situaciones.
Sin embargo, mi memoria es una contradicción absoluta, porque soy fatal recordando números, direcciones y nombres propios.
Lo cierto es que tengo tan presente en mi memoria la imagen de un pequeño pueblito que fue borrado por el paso violento del Huracán Mitch, llamado Río Abajo y que se ubicaba entre El Progreso y Tela, en la costa norte hondureña.

Si mi ‘dichosa’ memoria no me falla, creo que fue en 1989, cuando mi madre me comunicó que nos íbamos a vivir a la pequeña aldea, ya que la abuela que en paz descanse estaba mal de salud.
Con mis nueve años aquella noticia no me hizo mucha gracia, sabía muy bien lo que representaba vivir en la aldea.

 Por lo general una vez al año íbamos a visitar a la abuela desde Tegucigalpa y llegar a Río Abajo era toda una aventura.
Primero, tomábamos un bus de la empresa de transporte llamada Los Norteños hasta llegar a San Pedro Sula, luego otro bus de la empresa Catisa para llegar a El Progreso, no sin antes hacer una escala en La Lima y finalmente el último bus que de El Progreso nos llevaba a Rio Abajo.

Después de una media hora de recorrido el bus abandonaba la carretera asfaltada y era el momento de circular por una calle de tierra, de cruzar ríos cristalinos y de recorrer por los sembradíos de bananos y de palma africana.
El bus paraba a placer en cada pequeña aldea para bajar y subir pasajeros. Siempre me gustaba ir en la ventana para ser testigo de los paisajes que cruzaban por mis ojos.

Mi madre, tenía la costumbre de dormirse en los buses, no obstante siempre se despertaba cuando nos acercábamos a nuestro destino sin ayuda de algún reloj despertador.
No sé cuántas personas vivían en Río Abajo, pero, no eran muchas y la aldea carecía de electricidad y agua potable.
La finca de los abuelos se ubicaba justamente después de cruzar un puente gigantesco, el cual era una estructura de madera que había aguantado ciclones, huracanes y tantas tormentas tropicales, pero, que al final no pudo ante Mitch y cayó derribado ante la voracidad de  aquel huracán que se convirtió en una feroz tormenta tropical y que partió el país en un millón de fragmentos.

Según me contaba mi mamá: la aldea en la época en que las compañías estadounidenses operaban en la zona era otra historia, las aldeas tenían vida y se respiraba otra atmósfera (esa es la percepción de mi madre, voy obviar por un momento las injusticias que practicaron las famosas compañías bananeras en Honduras).
Lo que quedaba en la aldea solamente eran bosquejos borrosos de lo que un día fue; casas de dos pisos de madera que estaban siendo carcomidas por la polilla inclemente del paso del tiempo.

Mis abuelos vivían una vida, si se puede decir tranquila, comparado con el resto de los habitantes, que en su mayoría se ahogaban en las aguas de la miseria.
Mi abuelo era un hombre serio, que muy rara vez se reía y que desde siempre había trabajado en el campo, era muy ordenado y limpio, y a pesar de no saber leer ni escribir tenía una mente prodigiosa, aplicaba las matemáticas puras, esas que se aprenden en la vida misma, para hacer sus cuentas.

Salía muy de mañana con su machete, sus botas de hule y su cumbo de agua a trabajar al monte. Mientras tanto mi abuela que había perdido la vista antes de que yo naciera se quedaba en casa supervisando que la empleada doméstica limpiara de la mejor manera.
Dice mi madre que a la abuela siempre le faltó un tornillo y cuando perdió la vista la cosa fue peor.
Se pasaba el día escuchando grabaciones de pastores evangélicos en una vieja radio, que sonaban tan amenazantes anunciando que el fin del mundo estaba muy cerca y que todos los pecadores se irían al infierno.
Vivía obsesionada con que la casa estuviera limpia, como no podía mirar, se quitaba una de sus chanclas de hule y ponía su pie descalzo en el suelo para cerciorarse que la empleada que le hacia las labores domésticas había barrido bien los pisos.

Mi abuelo trabajaba de sol a sol para complacer los caprichos de la abuela y aunque no podía ver, fue la primera en tener un televisor en blanco y negro en la aldea, el cual funcionaba con una batería de carro. Ahora que lo pienso me parece increíble que esto pasó en 1989.
Mi madre consiguió una plaza de maestra en la escuela de la aldea, a la cual asistí durante los seis meses en que vivimos en Rio Abajo, mientras la abuela se recuperaba de sus convalecencias.
Mi vida cambió radicalmente, del bullicio de la ciudad pase a la tranquilidad de la remota aldea.

Las primeras semanas lloraba en mi cama suplicándole a mi madre por regresar a Tegucigalpa. No me hacía a la idea de vivir sin electricidad, de bajar al río que quedaba a un par de metros de la casa para tomar una ‘ducha’ y de apagar el televisor a las siete de la noche por dos motivos: para ahorrar la energía de la batería y porque el ruido molestaba a la abuela.
Lo peor era en horas de la noche, cuando los dos perros que tenían mis abuelos no paraban de ladrar y corrían por el gigantesco patio de la casa. A aquellos ladridos también se sumaba el tropel de caballos que pasaban en la madrugada galopando misteriosamente en la oscuridad.
Creo que mi madre también sentía miedo, aunque nunca me lo ha confesado.

Odiaba la escuela y odiaba aquel mundo tan simple. Lo único que me mantuvo a flote fue la esperanza de regresar a Tegucigalpa.
Veinticuatro años después, he vuelto a recordar aquella aventura y como suele suceder con el paso del tiempo, miro el asunto desde otra perspectiva.
Aquellos meses que pase en Río Bajo me dejaron tantas lecciones de vida, me enseñaron a refugiarme en mi imaginación para entretenerme, aprendí a nadar en aquel huraño río, que se desbordó con el huracán Mitch, llevándose consigo casas, animales, cosechas, puentes y varias vidas de personas condenadas a vivir en la pobreza.

Según supimos por conocidos la casa de los abuelos se fue con el río y después del paso de Mitch la pequeña aldea fue borrada del mapa. Sus habitantes se fueron a otras aldeas vecinas donde el daño no fue tan severo.
Po suerte seis años antes de que el huracán Mitch golpeara con toda su violencia el país, mi abuelo había fallecido y mi abuela se vio en la obligación de vender la casa y la finca para mudarse con nosotros.

Fue hasta mi primer año de universidad cuando leí Cien Años de Soledad, obra celebre del Gabo y me fue imposible el no recordar la pequeña aldea donde mi madre había nacido al leer sobre Macondo; ese fascinante pueblo creado por el Gabo a imagen y semejanza de esa realidad que se respira en varios poblados de Latinoamérica, esa realidad que a veces parece ser tan fantasmal.

Lo cierto es que tengo tan fresco el recuerdo de Río Abajo, recuerdo la casa de los abuelos, los naranjales, el olor a cacao al secarse y cuando fuimos al velorio de un habitante de la aldea que había sido baleado a tiros por un lio de faldas, creo que nunca voy a olvidar aquella imagen de aquel hombre tirado sobre un petate con cuatro candelas en cada esquina sobre un piso de tierra, vestía una camisa blanca, pantalón negro y botas, tenía cubierto sus odios y sus fosas nasales por algodón, al igual que su boca. 

Las personas lloraban, varias mujeres gritaban y sentí un dolor de estómago muy intenso. Le supliqué a mi madre que dejáramos el velatorio, mi madre aceptó y juntos caminamos por las calles de tierra en un silencio sepulcral y con una oscuridad que se iluminaba un poquito con la luz de un viejo foco de mano que alumbraba nuestro camino.
Estábamos cruzando el puente en una oscuridad tan amenazante, cuando mi madre me agarro de la mano y me dijo ‘pronto nos iremos a casa’ luego me besó la frente y escuchamos el ladrido de los perros y el murmullo de las aguas del río que parecía tan sereno".


Toronto, 7 agosto, 2013