viernes, 1 de junio de 2012

El Desencanto de la Ciudad


Siempre me he creído un animal urbano; un nómada que disfruta vagar en el espacio inicuo de las grandes ciudades.
Desde siempre he preferido el asfalto, los bulevares y las infinitas callejuelas empedradas, ya sea de Barcelona, Paris o Lisboa.
Desde siempre me he rendido a los cafés; a esos recónditos lugares de dimensiones casi inexistentes, donde se encuentra paz, leyendo un buen libro o simplemente viendo la gente pasar delante de un mundo distante.
Pero, todo cambió después de encontrar el resplandor de un sol diferente en los pirineos catalanes, entre Francia y la frontera que no logra dividir lo que no es real.
Entre montañas y picos, entre llanos y praderas, y entre nubes que parecían ser poemas líricos, quizás odas alegóricas a algún dios pagano, encontré otro mundo.
Un mundo donde lo que reina es el silencio, la paz de creer que nada es cierto y que los ríos son dedos que se entrelazan entre sí, hasta formar un nudo ciego, que no se puede romper así por así.
Andando por aquellas sendas solitarias, entendí que solamente encuentra aquel que busca, aunque no sepa que es lo que se quiere encontrar.  Entendí que el silencio dice más que mil palabras y que todavía hay labios que se mueren por ser besados.
Es irónico, aunque el ruido de la ciudad y las masas humanas que se arremolinan en los vagones del metro, parecen indicar que nunca estamos solos, al final todo termina siendo una absoluta solicitud, una macabra caricatura burlesca de una sociedad que clama por algo que no sabe  y al final todos terminamos estando solos.
Los cafés no significan lo que antes significaron, las librerías perdieron el encanto y las calles dejaron de regalar miradas llenas de incógnitas y de misterios sin resolver.
 El saxofón del jazzista suena desafinado, al igual que el piano y la decadente guitarra de algún músico que se aferra a la esperanza de ganar unas cuantas monedas para comprarse un café.
 El barrio gay que tanto me gustaba es ahora un simple bazar que vende prendas de dudoso valor, al igual que los teatros y los marchitos cuadros que se exhiben en las decrepitas galerías de arte.
El metro dejó de ser fuente de inspiración y sus vagones ahora solamente son acuchilladas punzantes que aniquilan un alma que no se sabe a ciencia cierta si existe o es puro cuento.
 Quiero regresar a la montaña que me enseñó a encontrar paz sin obsesionarme con la idea misma de querer encontrarla. Quiero caminar entre picos que se resienten a entregarse al sol del verano y como prueba fidedigna es la nieve que lucha por vivir.
Quiero encontrar lagos a tres mil metros de altura, ciervos deambulando sin miedo y pájaros que vuelan a ras de suelo.  
Quiero dormir en una tienda y despertar a la primera hora del día y apreciar que la montaña está ahí, donde siempre ha estado, esperando por mí, por mis sueños y dispuesta a curar mis miedos.
Creo que deje de ser el nómada urbano, deje de ser una existencia más de las ciudades que he visitado  y he pasado a ser un preso de la ciudad en que ahora vivo.
Luego despierto sobresaltado, visiblemente agitado y me doy cuenta que he muerto, que mis ojos están cerrados y que mis manos están frías. Pero, mi mirada me delata y constata que no es cierto, que siempre sueño con el escape, con abordar el primer avión y luego el próximo tren que me llevara al pueblito forrado de techos color rojo y luego al fin el paraíso, la montaña que espera, que aguarda por todos aquellos que nos hemos vuelto locos en el mundo artificial de la ciudad.