“La semana pasada me
encontré con un reportaje sobre el parque La Concordia y me fue imposible no
traer a la memoria tantos recuerdos.
Todas las grandes ciudades
del mundo tienen la característica común que varios de sus habitantes no han
nacido en las mismas. Han tenido que llegar en busca de oportunidades, ya sean
académicas o laborales.
Yo soy uno de ellos. Llegué
a Tegucigalpa con seis de años de edad, dejando el mar caribe y la vegetación
de Tela atrás, no sin antes haber pasado un año en Comayagua, de lo cual
prefiero no hablar, hasta que finalmente aterricé en las faldas del Barrio
Buenos Aires muy cerca del centro de Tegucigalpa y teniendo a mis espaldas el
cerro del Picacho.
El cambio fue radical y me
tuve que acostumbrar de golpe a una nueva vida, a una nueva escuela y en
resumidas cuentas a otra realidad.
Corría el año de 1986 y
todavía está presente en mí, aquel viento que dejaba mareas de polvo en el
ambiente, al igual que el recuerdo de las "potras" callejeras, en
aquellas polvorientas calles.
Como olvidar los escapes al
Picacho a volar barriletes y los raspones después de las potras de futbol que
mi madre curaba con merthiolate y agua oxigenada.
Son tantos recuerdos que
siguen tan vivos en la memoria. Crecer en esos entonces en un barrio de
Tegucigalpa fue lo mejor que me pudo pasar.El parque La Concordia era uno de mis lugares favoritos en la ciudad. Religiosamente asistíamos al parque todos los domingos. No había nada mejor que jugar en las réplicas de estelas Mayas o arrojar migas de pan a los patos que disfrutaban nadando en un estanque.
Jugué al escondite, me escondía en los túneles de piedra o entre
los abundantes arbustos que rodeaban el parque o corría despavoridamente entre
las réplicas de las estelas Mayas que se ubicaban en el parque.
Un domingo al mes después
de pasar un buen rato en el parque íbamos con mi madre a comer un sándwich al
Duncan Maya o por pizza a Pizza Boom y cuando la economía se estiraba al máximo
cerrábamos el domingo viendo una película en el mítico cine Clamer o en el cine
Variedades.
Caminábamos por la calle
peatonal, que en aquellos tiempos era un mercado más en la ciudad y se tenía
que tener cuidado para no tropezar con las mercaderías que se ofrecían en
puestos de ventas montados de cualquier manera posible.
Nos sentábamos en la plaza
Central a comer un algodón de azúcar y simplemente nos entreteníamos mirando el
mundo pasar por delante de nosotros. Me fui de Tegucigalpa a los trece años recién cumplidos y lloré como el chiquillo que era por dejar la ciudad, pero, a esa edad no queda más que hacer caso a los padres y no tuve más remedio que acatar las órdenes y trasladarme en contra de mi voluntad a Siguatepeque.
Tegucigalpa ya estaba en mi
destino y al terminar el bachillerato regresé a la ciudad que terminó
adoptándome.
Entonces conocí la otra
cara de Tegucigalpa, la cara dura de Comayagüela, las cantinas de mala muerte,
las polleras, los bares más exclusivos, las discotecas de moda, los bulevares
desolados a las cinco de la mañana.El ritmo frenético de la ciudad me consumió tanto que tuve que salir corriendo y dejando una vida que después de algunos años se empezó a marchitar, si no lo hubiera hecho no estaría escribiendo esta columna.
En muchas tardes de soledad
regresaba al parque La Concordia; que poco a poco estaba dejando de ser el
lugar que de niño fue. El mismo había resultado dañado por el paso del Huracán
Mitch, pero, a pesar de todo todavía mantenía los recuerdos y las réplicas
Mayas, no así los patos y las tortugas, que ya habían pasado a mejor vida.
Ya no jugaba al escondite y
mi madre ya no estaba al pendiente de mí haciendo sus tapates de crochet,
sentada en alguna banca.
Era el turno de la absoluta
soledad, la cual mataba mis horas, mientras fumaba sentado en las bancas del
parque. En aquel lugar escribí algunas poesías secas que termine arrojando a la basura, pero, que en aquel momento sirvieron para exorcizar mis penas.
Sin embargo, cuando el susto pasa y cuando los aplausos para el piloto aparecen, suspiro hondo y sonrío por haber arribado a esta ciudad que me ha dado tantas enseñanzas de vida.
En el último viaje a
Honduras, me perdí por las calles del centro nuevamente y ya no encontré
lugares que fueron tan especiales (Café de Pie, El Mediterráneo) lo que
encontré fueron edificios antiguos que son parte del carácter de la ciudad
siendo desplazados por modernas construcciones y otros cayéndose a mil pedazos
ante la mirada parsimoniosa de las autoridades.
Quise regresar a La
Concordia, pero, varios amigos me dijeron -que ni lo pensara, que me podían
atracar-. Supongo que los años no han pasado en vano y me he vuelto más miedoso
y así que decidí por no visitar el parque y creo que fue lo mejor que hice.
Como contaba antes, mire
las fotos del parque en internet (o lo que queda del mismo) y no pude resistir
y terminé llorando, al ver el lamentable estado en que se encuentra.
Han saqueado hasta las
bancas del parque y los túneles forrados de piedras donde jugaba escondite
ahora son letrinas. as réplicas mayas han sido desfiguradas con cinceles en un acto macabro contra tantos recuerdos.
Por lo menos las manos
criminales que se ensañan con destruir y matar las ilusiones, al igual que la
inoperancia de la alcaldía de la ciudad por rescatar el parque, no pueden
arrancar, no solamente mis recuerdos, sino, que todos los recuerdos de miles de
personas que alguna vez se juraron amor eterno en las bancas del parque o que
simplemente pasaron una tarde de tranquilidad, alejados del trajín que
representa vivir en las grandes ciudades”.
Toronto, 27 de febrero,
2013